domingo, 1 de diciembre de 2013

La noche en la que regresé... Por Elena Savalza

Comenzaste preguntando qué título tendría esa noche en el espacio de mis letras…

Te confesé que hacía tiempo que no podía escribir nada elocuente, quizá porque simplemente la emoción y la pasión que antes me hacían llenar los muros de letras, andaría perdida en cualquier lugar al que ningún viaje me había permitido llegar en mucho tiempo.

Pero tú sabías que escribiría de nuevo mucho antes de que lo supiera yo…



Me dijiste que mi vida no podía continuar así. Que algún día tenía que parar y quedarme quieta en un solo lugar para disfrutar de la vida y de la gente que me rodea. Me dijiste que si siguiéramos juntos, tú no querrías que viajara más. Era como si me pidieras, entre líneas, que dejara ya de huir. Te contesté que lo único que me salvó de volverme loca fue precisamente esa huida y que en ese constante peregrinar lo conocí a él…

Vi la sorpresa en tus ojos cuando te dije: “lo último que pude escribir fue cuando conté sobre el día que lo conocí”. Era como si no pudieras creer que yo ya no tuviera nada que decir y que el corazón y el entendimiento se me hubiesen quedado mudos después de ti, e incluso a pesar de su llegada. Mencioné su nombre y te dije que él ni siquiera conocía lo que escribía antes. Sentenciaste, antes de bajar del auto: “él no te conoce, ni te va a conocer jamás, como te conozco yo… y quizá nadie lo haga”.

No fue “la noche de la resurrección”, porque tú sabías que no estaba muerta, aunque lo parecí por mucho tiempo. Tú sabías que no morí después de olvidarte, que en mi memoria y en mis dedos seguían vivas las palabras que antes destinaba casi por completo a ti. Entendiste a la perfección que tenía muchas ganas de escribir de nuevo, pero que faltaba esa conexión que pocas veces sentí con nadie: sólo contigo.

No fue tampoco “la noche del reencuentro”, aunque tú sabías que verte y hablar contigo, serían motivos suficientes para que volviera a hacerlo, por todo lo que provocaste y sigues provocando en mí…

¿Cómo deshiciste el conjuro y cuál es el título de esta noche? Son respuestas que no tengo todavía. Sólo sé que ahora estoy aquí, otra vez frente a la pantalla con una hoja en blanco que me invita a llenarla con desesperación, mientras el tiempo pasa sin que me inmute siquiera.

La hoja me invita a decirte que en esa noche que aún no tiene nombre, supe más de ti y de mí que en las muchas noches que estuvimos juntos. Confirmé que me amaste y que seré siempre importante en tu vida, aunque ahora estés con ella, y yo con él. Te dije otra vez que te amé a pesar de tu incredulidad y de tus dudas, que te amé a pesar de tu cobardía y del desastroso final.

No sé si te dije cuánto te odié algunas veces, pero sé que sabes que era el odio que seguía después de tanto amor y que ahora ya no está más aquí. Quizá tenía que odiarte no porque quisiera hacerlo, sino porque, simplemente, en esa absurda guerra que emprendimos ambos, el no odiarte significaba que ganabas tú. No sé si te dije cuánto he cuestionado mi momento de soberbia en el que te hice daño, pero sé que sabes que, al igual que tú, no quise lastimarte jamás. Y no, no fue tampoco “la noche del perdón”, porque este vino mucho antes de que siquiera imaginara que iba a tener un nuevo momento para decírtelo a la cara…

Veo ahora nuestra historia tan lejana, que ni siquiera puedo imaginar cómo serían nuestras vidas si hubiésemos tenido las agallas de defender con mayor ahínco lo que alguna vez sentimos. Volteo hacia atrás y veo los enormes pasos que hemos dado los dos, cada uno en su propia dirección, sabiendo que es un poco menos que imposible reunir nuestros caminos de nuevo. Pero no por eso se llamó tampoco “la noche de la nostalgia y del arrepentimiento”, porque lo que menos siento ahora es eso.…



No puedes quedarte de nuevo en mi cama, porque ahora te espera ella en tu casa. No puedes quedarte tampoco en mi corazón, porque él me llamará en cualquier momento reclamando el lugar que ocupa ahora, y que con todo mérito se ganó…

Estoy feliz y estoy tranquila, por si te preocupa… y me gustó la idea de verte bien. No sé si soy tu amiga y tú eres mi amigo, ni si podremos serlo algún día ante la gente, pero es bueno saber que estás allí…

Brindemos por lo que alguna vez soñamos y no cumplimos, por lo que alguna vez deseamos y no tuvimos, por lo que quisimos ser y no fuimos. Brindemos también por el aquí y el ahora. Brindemos juntos por esa noche: la noche en la que regresé…


En Manzanillo, mi casa...

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sábado, 23 de noviembre de 2013

Yo soy... Por Elena Savalza






Yo soy el que esperas por muchos años, por mucho tiempo, por una eternidad…

Soy el que te imaginas, el que sueñas, el que vives siempre, todos los días y a todas horas aún sin conocer…

Soy el que te recuerda que siempre puedes regresar a casa, no importa qué pase…

Soy el que cuando aparece lo complica todo o simplifica todo, porque así soy yo: simple y complicado al mismo tiempo…

Soy el que, en las noches de luna, te hace voltear al cielo e imaginar que a lo lejos alguien más la está viendo al mismo tiempo que tú. Y le pides al tiempo que regrese, y le pides a Dios que lo cuide, que lo guarde y lo proteja hasta que puedas hacerlo tú…

Soy el que te hace cerrar los ojos y sonreír, repasando por enésima vez en tu memoria el último abrazo, el último beso, las últimas palabras…

Soy el que duele cuando se va, pero que con creces recompensa tu dolor a cada nuevo regreso…

Soy el que, cuando aparezco, traigo conmigo la fe…

Soy el que, ante la inevitable despedida, te hace suplicar “regresa siempre” y “no me olvides”…

Soy el que en los peores momentos te hace mantener la esperanza viva, el que te hace confiar en que siempre habrá un mañana y éste será mejor que hoy…

Soy el que puede traspasar barreras de tiempo y distancia, cuando soy de verdad…

Soy el que muere de frío y de sed, o vive eternamente para saciar tu hambre y dar calor a tu vida…

Soy el que te hace desear lo prohibido y lo difícil…

Soy el que te impulsa a intentar alcanzar el cielo, incluso cuando a veces signifique despegar los pies de la tierra…

Soy el que hace olvidar los malos momentos y magnificar los buenos y gloriosos. Soy el que vuelve selectiva la memoria del corazón…

Soy el que crea y destruye, y soy el que cree y construye…

Soy eso, soy todo, soy mucho, soy más, soy nada…

Sí, me conoces: me llamo AMOR…

En la sala de espera en el Aeropuerto Internacional de Monterrey....

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miércoles, 10 de julio de 2013

Luces al final del túnel... Por Elena Savalza

De pronto un nuevo día amanece y encuentras tu vida vuelta un desastre. Las cosas en las que creías resultaron no ser ciertas, todo a tu alrededor se percibe gris y no encuentras por dónde pueda reflejarse de nuevo un rayo de luz hacia tu interior.

Escribes por inercia o por compromiso, pero sin pasión y sin motivo, porque dejaste de creer en el amor, en Dios y en las cosas buenas de la vida. Intentas por todos los medios recuperar la fe y tu cabeza sabe que vas a salir adelante, pero tu corazón no está muy convencido de ello. Simplemente, tu corazón no lo siente: se encuentra roto, en mil pedacitos y pareciera que faltara una pieza fundamental para reconstruirlo y recobrar su forma. Incluso si ha habido desilusiones anteriores, siempre sientes que ésta, la que estás viviendo justo en este momento, será por siempre la peor de todas.

No sé si nos pasa a todos, pero a mí me pasó: el cierre de 2012 y el comienzo de 2013 fue un periodo sumamente difícil. Pero la buena noticia es que, aunque por momentos hubiese dejado de creer en Dios, en el amor y todas las cosas buenas que el universo tiene a mi disposición, ni Dios ni el amor dejaron jamás de creer en mí. La vida siempre encuentra la manera de mostrarme la luz al final del túnel, por más tinieblas que encuentre en mi camino. La tormenta  pasó y la calma llegó, y comencé a recobrar la normalidad de mi vida.




Como caídos del cielo llegaron entonces muchos viajes de trabajo y con ellos, el pretexto perfecto para alejarme emocional y físicamente de cualquier situación que me estuviese lastimando, aun cuando con esto no terminara de solucionar el problema de raíz, sí era un distractor que ayudaba bastante. Para darles un parámetro, aún no se cerraba el mes de abril y yo ya había tocado, para aterrizaje o abordaje, 7 aeropuertos distintos e incluso hubo ocasiones en las que dormí en 6 estados de la república diferentes, en el mismo mes (marzo: Colima, Nayarit, Veracruz, Tamaulipas, Nuevo León y Distrito Federal). ¿Se imaginan la locura y la confusión de despertar en la completa obscuridad de la madrugada y no saber a ciencia cierta en qué lugar te encuentras? Pues es posible, me ha pasado ya 2 veces, una en México y otra en Monterrey.

Y aunque los viajes de trabajo no son tan glamorosos como podrían parecer, pero sí mucho más cansados de lo que se puede apreciar desde la publicación de un estatus en Facebook o en Twitter, debo reconocer que tienen sus cosas buenas. En mi caso, esa “nueva luz” a la que me refería hace un momento, llegó de una manera muy divertida, y fue precisamente en un viaje de trabajo a Reynosa.

Fue un domingo del mes de mayo. Junto con mi compañera de trabajo y de viajes, salí de Manzanillo a las 5 am, hacia el Aeropuerto de Guadalajara, para tomar el vuelo que nos llevaría a mi precioso y adorado Monterrey. Una vez en “La Sultana”, debíamos tomar un autobús que en 3 horas y media nos pondría en Reynosa. Entre tiempo de viaje y esperas en aeropuertos, terminales y trasbordos, la travesía es un poquito mayor a 12 horas, así que ya se imaginarán que tan fastidioso puede llegar a ser eso, sobre todo si lo haces mes con mes (lo digo por los que dicen: “¡Qué padre! ¡Tú cómo te paseas!”, esta es la cruel realidad).

Pues bien, normalmente tomamos el autobús hacia Reynosa desde la terminal principal de Monterrey, pero ese día decidimos tomarlo en una terminal de paso, la terminal Fierro, también conocida como la “Y griega”. Nos detuvimos allí y compramos los boletos. Mientras esperábamos, ambas sacamos nuestras computadoras intentando trabajar un poco. Yo tenía hambre y sed, así que decidí ir a la tiendita a comprar algo que mitigara mi apetito. Al salir de allí, con un Gatorade y unas galletas, fue cuando lo vi: alto, playera blanca, pantalón color ladrillo, barba cerrada, cabello corto, sonrisa bella y ojos hermosos, sin embargo, esta descripción no estaría completa si no les describo gráficamente el mega cuerpazo que tiene… aunque se quedarán con las ganas porque, por pudor, no puedo. Estaba acompañado de otro chico, casi tan guapo como él, así que las dos mujeres, viajeras solitarias y aburridas, encontramos un incentivo visual al pesado día de trayecto. De inmediato le dije a mi compañera que volteara hacia el frente y, discretamente, comenzamos a admirar a ese par de jovencitos tan hermosamente bien formados. Después observamos que ellos se fueron hacia atrás de nuestros asientos en la sala de espera y nosotras seguimos esperando nuestro autobús.

Cuando por fin se anuncia la salida, guardamos las computadoras y arrastramos la maleta hasta el andén apuradamente. La casualidad, mala suerte o buenísima suerte, según como se vea, hizo que en el momento que yo acerqué mi equipaje a la cajuela, un tobillo se me doblara un poco, sin llegar a caer: él me dijo después que ese fue justo el momento en que me vio. Su amigo, que se encontraba cerca, me ayudó con el equipaje, me cedió el paso hacia el autobús, e incluso arriba, me ayudó a acomodar mi equipaje de mano. Detrás del amigo iba él, quien sólo se limitó a sonreírme y a mirarme coquetamente.

Tengo que decir que durante todo el trayecto a Reynosa no recordé su existencia en el mismo planeta, mucho menos en el mismo autobús. Estaba muy cansada, así que apenas recargué mi cabeza en el asiento me dormí profundamente. El conductor de la unidad anunció la llegada a Reynosa y el acercamiento a una parada intermedia, en la cual bajaron varios pasajeros. Desde mi asiento sólo lo vi pasar por el pasillo hacia la puerta. Volví a pensar, todavía medio dormida, “¡qué hombre tan guapo!”, pero al llegar a la terminal, 15 minutos después, ya había olvidado hasta su rostro.

Sin embargo, el destino me tenía algo más: al bajar del autobús, el conductor me entregó un pedazo de tela-papel, de los que cubren los respaldos de los asientos (como dato cultural, el material se llama Tyvek), con un número telefónico anotado en él. Primero me desconcerté y después sonreí, porque vi que la clave lada era de Monterrey, así que lo relacioné de inmediato con él. Recogí mi maleta, y por no quedarme con la curiosidad, le pregunté al operador quien lo había dejado: “un chico alto de playera blanca, que bajó en el Soriana Hidalgo, me dijo que se lo diera a la chica de negro, de cabello corto… ¿si es para usted o no?”

Agradecí al operador y dije: “por supuesto, es para mí”. Aún no podía salir de mi asombro, sobre cómo la casualidad había traído ese momento, pero estaba allí. Pude haber bajado en otra terminal y no lo veo, o bien pudo el operador equivocarse con la destinataria del número telefónico o simplemente no dármelo y no habría pasado nada, pero todo se alineó perfectamente. Elena, la que desde hacía meses no había tenido ni tiempo, ni disposición, ni ganas, ni ilusión, ni nada de todo lo bonito que se siente el conocer a una persona nueva; Elena, la que sólo había tenido, durante los últimos 6 meses y un poquito más, cabida en su día a día para el trabajo, viajes, escuela, más viajes, amigos, más trabajo y más viajes, sin voltear a ver absolutamente a nadie del sexo masculino, ni por equivocación, ahora estaba ante la tentadora oferta de marcar un número de un guapísimo desconocido que vio únicamente unos minutos.

Llegué al hotel, aún sin decidirme a llamar. Mi compañera me alentaba y me apuraba, pero yo estaba muerta de miedo. Creo que ni siquiera recordaba una manera inteligente de volver a entablar conversación con fines de ligue, así que pensé: “le llamo mañana”. Por fortuna, ella insistió y prácticamente me obligó… y allí estaba yo, con el número entre mis manos, sin saber qué decirle para iniciar el contacto. En el lenguaje futbolero, era como si él me estuviera enviando un “centro” súper bien colocado y yo estuviera en la posición perfecta para tirar a gol, pero no supiera cómo bajar el balón; me daba miedo rematar con el pie equivocado y fallar. Finalmente, de la manera más educada y menos atrevida que encontré, le mandé un mensaje a su celular, que tuvo respuesta unas horas después.

Intercambiamos mensajes y nos aseguramos, primero, de que el número fuera para mí y de cuál de los 2 chicos era él, porque hasta ese momento, yo tenía dudas. Uno, se portó muy cortés y atento, al ayudarnos a instalar en el autobús, pero la sonrisa y la mirada del segundo, me decían que también podía haber sido él. No me equivoqué: el que vi primero, el de la sonrisa bonita y el cuerpo de tentación, era el portador del número telefónico escrito en el pedazo de Tyvek.

Los mensajes se convirtieron en una llamada, y la llamada en una sorpresiva visita al hotel, donde pudimos platicar mejor y, dicho sea de paso, pude corroborar que el rápido vistazo que había dado hacía unas horas no me había engañado: era tan guapo como lo percibí desde el principio. Allí mismo quedamos para vernos al día siguiente… y el resto de la historia no la puedo contar, por no apegarse a la temática de este espacio, pero les prometo que, si un día decido abrir un blog de relatos eróticos, seguro estará incluida…


Regresé a Manzanillo feliz, después de la gran aventura vivida, pero pronto, la rutina me volvió a sumergir en múltiples actividades. Otra vez viajes, otra vez trabajo, otra vez la escuela, pero de él, nada supe en varios días. Era como si hubiese existido un acuerdo tácito de no continuidad, y en mi interior, hasta agradecía que así fuera, puesto que eso suponía para mí menor exposición. Sin embargo, justo un mes después de aquella primera cita en Reynosa y, curiosamente, regresando yo de otro viaje, ahora desde Veracruz, el primer mensaje que recibo al encender mi teléfono después de bajar del avión, era suyo: “¡Te olvidaste!… ¿Dónde andas? ¿Cómo estás? ¿Cuándo vienes?”. Por supuesto contesté, y de inmediato agendé mi regreso a Reynosa, avisándole cuándo estaría de nuevo allá. Sobra decir que lo volví a ver…. y, no es por presumir, pero en esta segunda ocasión me la pasé muchísimo mejor...

Es muy trillado eso de que “las personas llegan a tu vida cuando tienen que llegar, ni antes ni después”, pero es cierto. La gente llega y se va todo el tiempo, te enseñan lo que te tienen que enseñar, cumplen su propósito en tu vida y después permanecen sólo si tienen que permanecer, convirtiendo en algo verdaderamente inútil prolongar su tiempo de estancia.

Hasta ahora, estando de regreso y habiendo dormido ya 3 noches seguidas en mi cama y en mi casa, sabiendo que no viajaré en por lo menos 3 semanas más, terminé de asimilar lo que significó haberlo conocido. El concepto es muy sencillo y se resume en algunos objetivos no planteados, pero sí cumplidos: quitar de mi cama el “fantasma” que se apoderó de ella por meses, después de una muy desagradable experiencia vivida; perder el miedo a permitir de nuevo la entrada de otras personas a mi vida; recordarme a mí misma que se puede disfrutar de los pequeños o grandes momentos de felicidad, así… conforme las cosas van llegando, sin pensar ociosamente en el pasado o en el futuro, sin esperar nada, pero recibiendo mucho y agradeciendo más. Hoy sé que, incluso si no lo vuelvo a ver, no pasa nada, porque lo que vino a hacer por mí ya lo hizo; lo demás, es valor agregado.

Para terminar, les dejo una frase que compartió conmigo alguien en mi muro:

“Cuando nada esperas, todo llega”

Así son las luces al final del túnel: cuando sientes que las penumbras te harán caer, aparecen allí, para iluminar de nuevo el camino y enseñarte cómo retomar el regreso a casa...


Gracias por seguirme leyendo… ¡hasta muy pronto!

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martes, 4 de junio de 2013

"Te soñé en Chicago"... Por Elena Savalza

La última vez que me enamoré de ti, escribí toda una novela; hoy me alcanzó el amor para escribir sólo unas líneas: ya lo voy superando...




“Hace dos noches te soñé en Chicago. Es extraño, si tomamos en cuenta que jamás estuvimos juntos en esa ciudad, pero, como ya lo dije, te soñé bonito… y me niego a decir algo más.”

Así empezó nuestra conversación: casual, trivial y hasta un tanto hueca, si recordamos que tú y yo tenemos una historia mucho más profunda qué contar. Después, insististe en que te dijera lo que había soñado, sabiendo que nuestros sueños compartidos siempre fueron el principio de algo más.

“Fue algo muy cursi…  – te dije -  No hubo sexo, o alguna escena erótica (¡no te emociones!). Sólo tú y yo, el agua, los rascacielos y el frío de esa ciudad, que bien pudo haber sido Nueva York o Seattle, pero sé que era Chicago, porque mi corazón, en mis sueños, me decía que lo era. Tenías puesto ese abrigo gris que usabas en Londres, y platicábamos de todo y de nada. Supongo que fue un sueño feliz, porque me desperté sonriendo, e inevitablemente tuve ganas de saber de ti.”

Quiero imaginar tu cara del otro lado de la pantalla cuando te lo dije. Seguro sonreíste, entre incrédulo y frío, cuestionando cada línea escrita. No quise asustarte… ¡perdón! Sé de sobra cuánto miedo te genera la posibilidad de que aún exista algo de amor entre los dos…

Sólo contestaste que sí estabas emocionado, y que no había decepción por no habernos hecho el amor en mis sueños. Por el contrario, me diste las gracias, como si para ti, el saber que conservas todavía una parte de mi corazón, a pesar de los años, fuera mucho más gratificante que la superflua idea de tener de nuevo mi cuerpo.

Te dije que pensaba en ti, que te recordaba aún, que te recordaba “bien” (¿alguien sabe lo que quise decir cuando usé la palabra “bien”?). Te dije que estabas en mi mente muchas más veces de las que me atrevía a decirlo. Te dije que era imposible para mí estar en México o en Monterrey, sin recordar pedazos de nuestra gran historia, esa que escribimos entre aeropuertos, hoteles y carreteras. Esa que por más carpetazos, borrones y páginas nuevas, se niega a desaparecer de los libros de nuestra memoria.

Contestaste que pensabas en mí más veces de las que siquiera podía yo imaginar o creerte. Te dije que lo creía, que lo creía todo: no podía ser yo la única loca que a pesar de los años y la distancia, seguía guardando una sonrisa y una mirada que no podía ser para nadie más que para ti. No podía ser la única que recordara con nostalgia lo que fue. No podía ser la única que imaginara con ilusión lo que pudo haber sido. No podía ser la única que construyera en su mente, con cierto dejo de arrepentimiento, todas aquellas cosas que pudimos hacer para estar juntos y que no hicimos. No podía ser la única de los dos que siguiera, después de tantos años, de  vez en cuando cuestionándole a Dios y a la vida en qué vuelta nos perdimos, en qué punto exacto del trayecto los caminos se bifurcaron y cada uno tomó una ruta distinta. No podía ser yo la única que buscó, desesperada e inútilmente, el mapa que señalara el punto exacto donde nos volveríamos a encontrar.

Cerré mi computadora y no me conecté más. Dejé que el Merlot y el mar se llevaran cualquier resto de nostalgia, de tristeza,  de dudas y de arrepentimiento. Y allí, en nuestra playa, quise recordar que había algo más fuerte que la presencia física, porque recordé que las personas que llevas en tu corazón, están contigo sin importar los años o la distancia.


Y esa noche sólo quise agradecer a Dios porque entre tanta gente que va por la vida sin saber jamás lo que es el amor, yo fui de las afortunadas que sí lo viví. Después de eso, me permití sentir el calor del abrazo y el beso que te envié con mi pensamiento y desde el fondo de mi corazón. Y entonces sólo volví a recordar, antes de dormir de nuevo, ese momento de la mañana cuando te dije: “Hola ¿Cómo estás?… te soñé en Chicago.”



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lunes, 25 de marzo de 2013

Turbulencias... Por Elena Savalza


¡Hola a todos!

Para quienes extrañaron mis líneas en este espacio les ofrezco una disculpa enorme por mi alejamiento, anticipándoles que yo extrañé muchísimo más la bendición de poder escribir. No tengo pretextos. Lo único que puedo decir a mi favor es que por más que intentaba escribir, las palabras no salían y había sido incapaz de hilar alguna frase coherente en casi dos meses de ausencia. Estoy aquí y, por cierto, muy contenta de poder escribir de nuevo y de haber levantado la veda que me impuso algún extraño poder venido de no sé dónde.

Como últimamente todos mis recuerdos y anécdotas tienen que ver con viajes de trabajo, pues casi no hago otra cosa, pareciera que son éstos mismos los que no me han dejado permanecer quieta ni un momento, ni tomarme tiempo para mí; pero la verdad, recientemente descubrí que nada está más alejado de la realidad que esto…

Tomaba un vuelo  desde la ciudad de Monterrey a Guadalajara, a principios de este mes, ya que venía de cumplir con una semana de trabajo en la ciudad fronteriza de Reynosa, Tamaulipas. El asiento junto a la ventanilla del avión me permitía perfectamente apreciar de frente el Cerro de la Silla coronado por unas incipientes nubes que hacían un contraste hermoso con las primeras luces del amanecer, pues el avión despegó un poco antes de las 7 am. El paisaje era verdaderamente espectacular y así se lo presumía yo a mi compañera de viaje que siempre ha temido volar y que, por lo mismo, no quería voltear. De pronto, el capitán de la aeronave dio el aviso a los pasajeros de que estábamos atravesando por una zona de turbulencias y que debíamos permanecer con nuestros cinturones puestos. Sin embargo, el avión se movía de una manera que nunca había sentido y parecía como si fuera a perder estabilidad en cualquier momento y se estrellaría. Yo me asomaba por la ventanilla hacia abajo y sólo podía apreciar interminables hileras de enormes de montañas. Pensaba que, de tener en ese momento que realizar un aterrizaje, no habría un lugar donde realizarlo de manera segura; incluso pensé de manera irónica: “por aquí debió haber quedado Jenny (Rivera), hecha nada”.


El mal viaje se prolongó por casi toda la hora de vuelo entre ambas ciudades y, aunque no lo expresaba abiertamente para no asustar a mi compañera y al niño que venía en nuestra misma fila de asientos, en algún momento el movimiento, que yo consideraba anormal por no haberlo sentido nunca de esa intensidad, logró ponerme inquieta. Fue justo entonces cuando recordé a mamá y a papá y la última vez que los vi y que los abracé al despedirme; recordé a mi hermano al que raramente beso, por no gustarle mucho el contacto físico, a quien besé en la mejilla también en esa ocasión; recordé a mis sobrinos y la última navidad y año nuevo; a mi comadre que me decía un día antes, cuando aún me encontraba yo en Reynosa, que mi ahijado había comenzado a caminar justo ese día; y a mis amigos que sabía que me esperaban de regreso en Manzanillo, incluso los que no vivían allí. 

Recordé también en algunos minutos (de manera inevitable) la mala experiencia de aquella persona que nunca tuvo sentido admitir en mi vida, pero que me había llevado a conocer todos los procedimientos de los ministerios públicos y a rabiar y a llorar como loca, cuando me enteré que ni siquiera consignarían al juzgado la demanda que entablé en su contra por considerar que no había pruebas acusatorias suficientes.  Todo lo mejor y lo peor de los últimos meses de mi vida pasó de pronto frente a mí resumido en unos instantes.

Al llegar a Guadalajara, el avión frenó en la pista de manera forzada y tuvimos que ser remolcados hasta la terminal por una presumible falla mecánica. Como hubiese sido, llegamos sanas, salvas y completas, aunque un poco asustadas, pero felices de haber bajado de allí…

Entonces lo entendí y hasta pude agradecer:

Así como en la vida existen vientos favorables, también existen turbulencias, e incluso fallas mecánicas, que enturbian y complican los distintos “vuelos” que emprendemos en nuestra vida. Un buen capitán, lleva el avión hasta tierra o por lo menos, hace todo lo posible; habrá quienes prefieran morir en el intento, pero esa es decisión muy personal. En el peor de los casos, ese avión pudo estrellarse y seguramente habrían existido muchísimas cosas que yo hubiera dejado inconclusas, pero lo más importante es que había dejado mis lazos en paz, en tierra, con la gente que de verdad era valiosa para mí y que no hubiera tenido que lamentarme por ello. Comprendí que en la vida, todos los días sabemos cuándo salimos de casa, pero nunca cuándo regresamos, porque el trayecto puede estar rodeado de mil cosas ajenas a nuestro control y es por eso que nunca hay que quedarse enojados o con ganas de expresar lo que sentimos a nuestros seres queridos.

También entendí la verdadera importancia de las cosas. Podría ser exagerado decirlo, pero lo que hacía unos días me había parecido la peor de las injusticias, cuando el ministerio público decidió no consignar mi acusación, ahora se convertía en una bendición: se me estaba dando la oportunidad de cortar con todas las ataduras negativas hacia una situación que me había robado parte de mi luz y mi energía los últimos meses. Sin una demanda de por medio, no tenía otra opción más que perdonar y dejar ir. Si aquellos hubiesen sido los últimos momentos de mi vida, definitivamente no los hubiera querido pasar odiando a nadie, por mucho que lo mereciera.

Así que, tal como las turbulencias de aquél vuelo que me hicieron valorar las cosas buenas que tengo, agradezco enormemente el tener turbulencias en cada uno de los vuelos que emprendo en mi vida personal, porque son ellas las que me ayudan a valorar los vientos de calma y los vuelos tranquilos. Sin miedo, vuelvo a abordar otro avión y a poner todo mi empeño en lo que hago, mientras Dios hace su parte, porque entiendo que todo, incluso las turbulencias, pasa para mi bien…


Dato: no he vuelto a volar a o desde Monterrey desde ese día, pero debo hacerlo de nuevo en un mes. Para ser sincera, nunca he tenido un vuelo tranquilo en esa ruta, desde hace años que he visitado esa ciudad. Aun así, sigue siendo uno de mis lugares favoritos en México. ¿Será que para llegar a alcanzar las cosas buenas, de pronto es necesaria cierta dosis de “turbulencia”?

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sábado, 12 de enero de 2013

“¿Por qué no te has casado?” y otras preguntas incómodas de los 30’s... Por Elena Savalza


Advertencia a los lectores:

Si tienes una familia feliz y completa, estás casada y/o tienes hijos, tienes una pareja estable o eres hombre, probablemente creas que estoy exagerando. Pero si tienes 30 años o más, eres una mujer trabajadora y profesionalmente exitosa, pero tu estado civil y tu cuenta de Facebook le dicen al mundo que eres “Soltera”, estoy segura de que sabrás de qué hablo.

Es un hecho casi científicamente comprobado que, cuando tu vida profesional es más o menos prolífera, tienes la agenda más saturada que el Presidente de la República (pero sin su séquito de asesores y asistentes personales) y además intentas sacar adelante tus estudios, porque sabes que el aprendizaje no se detiene, mantener una relación amorosa (noviazgo, matrimonio o lo que quieras) y tener hijos, es una misión muy pero muy complicada. No digo que no se pueda, pues conozco a muchas mujeres que lo logran y que tienen una vida equilibrada entre el éxito profesional y su vida en familia; pero, sin temor a equivocarme, para la mayoría de las mujeres el pretender tener una vida laboral exitosa lleva consigo el llegar por las noches a casa y dormir en una cama vacía. Ese precio, no todas están dispuestas a pagarlo.

Afortunadamente, conozco cada día más mujeres que se atreven a tomar el riesgo y viven felices con lo que les deparó el destino, además de disfrutar sus logros. Piénsalo así: estadísticamente somos más mujeres que hombres, por lo cual es completamente lógico que alguna de nosotras quede soltera. Sin embargo, nuestro día a día aún nos impone el reto de romper un enorme paradigma: “Mujer Soltera” no es igual a “Mujer Sola”… y mucho menos “Mujer Infeliz”.

Preguntas como el “¿Por qué no te has casado?” o “¿Por qué no tienes novio?”, o comentarios como “Se te está yendo el tren”, “Por lo menos, ten un hijo para que no te mueras sola”, o “Métele velocidad porque la fecha de caducidad se te está acercando”, hacen que incluso a la más segura de las mujeres, le entre el pánico escénico por su futuro y caiga en fuertes depresiones o cometa errores como aceptar comportamientos inaceptables por parte de alguna pareja, sólo por creer que “no agarrarán más”. Créanme: conozco cada caso, que se sorprenderían de saber las cosas que llegamos a permitir por no pasar la “agonía” de la soledad.

Debido a todos estas interrogantes e ideas preconcebidas que, lejos de ayudar a la causa de las mujeres, hacen que de cuando en cuando nos sintamos más que miserables y hasta reconsideremos el “¿por qué?” de nuestra existencia en el planeta, me he dado a la tarea de compartir con ustedes, algunas reflexiones sobre el tema que, con bastante conocimiento de causa, puedo abordar hoy:


No te tomes tan en serio los comentarios de los demás. Recuerda que, aún en nuestro tiempo, se tiene la creencia de que la única realización posible para una mujer es casarse y tener hijos. Aunque nuestra incursión en el ámbito profesional ya es bastante bien recibida, no podemos negar que nos educaron (también a mi) para casarnos, tener hijos y formar una feliz familia. Es completamente normal que los que ya están de aquel lado nos digan a los que no, que nos “apuremos”, porque ya estamos en la recta final. El tener 30 años o más, y no tener pareja, no te convierte en una fracasada y tampoco tienes por qué justificar ante nadie ni tu soltería ni tu falta de descendencia. El amor y todas las cosas buenas del mundo, llega solo; siempre que estés abierta y receptiva para permitirles entrar a tu vida.

No querer casarte o tener hijos no te hace rara ni anti natural. ¡Para nada! Simplemente en la vida de todo ser humano existe una escala de prioridades, si entre las tuyas no figura el matrimonio o la familia en primer lugar, apégate a lo que para ti funcione y te haga feliz, sin pensar en lo que “la naturaleza” dicta. Después de todo, nadie puede criticar qué es lo correcto o lo incorrecto. Para mí es muy simple: lo correcto es lo que te hace feliz y las únicas prioridades que debes cumplir son las tuyas.

Rodéate de gente exitosa y positiva. Hay gente cuya mente siempre está activa y productiva y en sus pensamientos y palabras no existe espacio para amargar la vida de los demás, lejos de eso, se dedican a mejorar todo lo que tocan a su alrededor. Esa es la gente de la cual debes rodearte y de la que debes procurar aprender.

No te conformes con la primera “carcacha destartalada” sólo porque creas que “ya se te fue el tren”. Eso es un error más que común: a veces creemos que la persona que está a nuestro lado, por más imperfecciones, por peor que nos trate o por más cosas inaceptables que haga y que nos duelan, es lo único que hay para nosotras y por más que el día a día nos diga que debemos alejarnos de allí, el temor de quedarnos solas nos hace permanecer e incluso engañarnos con el “mi amor lo va a cambiar” o “no es tan malo como la gente dice”. La gente no cambia sólo porque sí. Estoy segura de que es mucho mejor estar sola, que estar acompañada de alguien que no te respeta ni te valora.

No vivas esperando al hombre perfecto, pero establece una métrica de lo que puede ser aceptable y no te bajes de allí. Muchas mujeres creemos que el tan ansiado príncipe azul de tus cuentos de hadas de la infancia todavía llegará. Si tienes por lo menos mi edad, ya sabes que eso no sucederá. Has conocido los suficientes hombres como para por lo menos identificar qué es lo que esperas en una relación. Establece esa escala y determina cuáles aspectos podrías negociar sin sacrificar tu integridad propia. Pero lo más importante: no permitas comportamientos o actitudes inaceptables, sólo porque creas que no puedes esperar más. Ese hombre bueno que estás esperando, si es que está en tu camino, llegará cuando menos lo pienses. Mientras tanto, debes encontrar sentido a tu vida y desarrollar otros aspectos que te harán sentir feliz y completa.

Tener un hijo no es la única forma de trascender. Si hay algo que he escuchado muchísimo es eso de que si muero sin hijos, no habré dejado ninguna huella en la vida. Sin embargo, considero que la gente al morir es recordada por sus obras, por las enseñanzas que dejó en vida, por la gente que ayudó y por el empeño que puso en cada una de sus acciones. Probablemente yo no tenga hijos, o quizá sí, no está en mis planes aún y realmente no siento la necesidad, el “llamado de la naturaleza” o cualquier cosa que se sienta cuando estás a punto de dar ese paso. Pero estoy segura de que, aunque nunca llegue a ser madre, encontraré otra forma de ser recordada (¡quizá escriba algún día un libro!).

Revisar las razones adecuadas por las cuales convertirte en madre. Considero que ser madre es la decisión más importante que se puede tomar en la vida, porque de ti dependerá nada más y nada menos que el futuro de otro ser humano que no pidió venir. Si lo deseas y crees que asumirás correctamente esta responsabilidad, adelante. Pero si sólo lo haces por “no sentirte sola”, te recuerdo que los hijos, como toda la gente que está en nuestra vida, son prestados: Dios decide cuándo se van y cada ser humano forja su propio destino, así que por más hijos que tengas jamás podrás atarlos a quedarse contigo toda la eternidad.

No pretendas encontrar fuera, lo que no tienes dentro de ti. Esto es muy importante: si la única razón para tener pareja o hijos es porque así te sentirás menos sola, más querida o necesitada, estás en un grave error. El amor inicia contigo misma y si no lo tienes de sobra por ti, será muy difícil que lo encuentres en alguien más. No confundas la necesidad con el amor. El hecho de “necesitar” a una persona para enfocar en ella tu atención, no implica necesariamente que la ames.

Intenta mantener contacto con el mundo real y entablar lazos fuertes y duraderos, fuera de una relación de pareja. Estoy segura de que, aunque seas soltera, tienes amigos, familia, trabajo, escuela y todo un mundo de posibilidades para estar ocupada y entablar lazos duraderos que sean lo suficientemente satisfactorios como para descubrirte a ti misma y explorar todo tu potencial creativo. Disfruta al máximo todo lo que hagas y cada una de las etapas de tu vida, pues es de todos esos momentos de los que se construye una vida plena y feliz. Tampoco caigas en el error de, por el hecho de no estar con nadie, descuidar tu aspecto personal o tu salud: tú eres lo más importante y verte bien es fundamental para sentirte internamente bien.

Esto no es una biblia, ni una norma o una ley. Las líneas escritas anteriormente son simplemente el punto de vista de una servidora, quien ya recibió las suficientes críticas por su estado civil y gracias a ellas descubrió que más allá de lo que los cánones sociales nos dicten, se puede ser feliz sin necesidad de tener un “príncipe consorte”, aún a los 30. El secreto es muy simple: haz lo que te gusta y mantente abierta a todas las posibilidades. Quizá la vida te sorprenda… cómo quiera que esto sea interpretado.

Nos leemos (o escuchamos) muy pero muy pronto…

Un fuerte abrazo a tod@s...


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