De
pronto un nuevo día amanece y encuentras tu vida vuelta un desastre. Las cosas
en las que creías resultaron no ser ciertas, todo a tu alrededor se percibe
gris y no encuentras por dónde pueda reflejarse de nuevo un rayo de luz hacia
tu interior.
Escribes
por inercia o por compromiso, pero sin pasión y sin motivo, porque dejaste de
creer en el amor, en Dios y en las cosas buenas de la vida. Intentas por todos
los medios recuperar la fe y tu cabeza sabe que vas a salir adelante, pero tu
corazón no está muy convencido de ello. Simplemente, tu corazón no lo siente: se
encuentra roto, en mil pedacitos y pareciera que faltara una pieza fundamental
para reconstruirlo y recobrar su forma. Incluso si ha habido desilusiones
anteriores, siempre sientes que ésta, la que estás viviendo justo en este
momento, será por siempre la peor de todas.
No
sé si nos pasa a todos, pero a mí me pasó: el cierre de 2012 y el comienzo de
2013 fue un periodo sumamente difícil. Pero la buena noticia es que, aunque por momentos hubiese dejado de creer en Dios, en el amor y todas las cosas buenas que el universo tiene a mi disposición, ni Dios ni el amor dejaron jamás de creer en mí. La vida siempre encuentra la manera de mostrarme la luz al final del túnel, por más tinieblas que encuentre en mi camino. La tormenta pasó y la calma llegó, y comencé a recobrar la normalidad de mi vida.
Como
caídos del cielo llegaron entonces muchos viajes de trabajo y con ellos, el
pretexto perfecto para alejarme emocional y físicamente de cualquier situación
que me estuviese lastimando, aun cuando con esto no terminara de solucionar el
problema de raíz, sí era un distractor que ayudaba bastante. Para darles un
parámetro, aún no se cerraba el mes de abril y yo ya había tocado, para
aterrizaje o abordaje, 7 aeropuertos distintos e incluso hubo ocasiones en las
que dormí en 6 estados de la república diferentes, en el mismo mes (marzo:
Colima, Nayarit, Veracruz, Tamaulipas, Nuevo León y Distrito Federal). ¿Se
imaginan la locura y la confusión de despertar en la completa obscuridad de la
madrugada y no saber a ciencia cierta en qué lugar te encuentras? Pues es
posible, me ha pasado ya 2 veces, una en México y otra en
Monterrey.
Y
aunque los viajes de trabajo no son tan glamorosos como podrían parecer, pero
sí mucho más cansados de lo que se puede apreciar desde la publicación de un
estatus en Facebook o en Twitter, debo reconocer que tienen sus cosas buenas. En
mi caso, esa “nueva luz” a la que me refería hace un momento, llegó de una
manera muy divertida, y fue precisamente en un viaje de trabajo a Reynosa.
Fue
un domingo del mes de mayo. Junto con mi compañera de trabajo y de viajes, salí
de Manzanillo a las 5 am, hacia el Aeropuerto de Guadalajara, para tomar el
vuelo que nos llevaría a mi precioso y adorado Monterrey. Una vez en “La Sultana”,
debíamos tomar un autobús que en 3 horas y media nos pondría en Reynosa. Entre tiempo
de viaje y esperas en aeropuertos, terminales y trasbordos, la travesía es un
poquito mayor a 12 horas, así que ya se imaginarán que tan fastidioso puede
llegar a ser eso, sobre todo si lo haces mes con mes (lo digo por los que
dicen: “¡Qué padre! ¡Tú cómo te paseas!”, esta es la cruel realidad).
Pues
bien, normalmente tomamos el autobús hacia Reynosa desde la terminal principal
de Monterrey, pero ese día decidimos tomarlo en una terminal de paso, la terminal
Fierro, también conocida como la “Y griega”. Nos detuvimos allí y compramos los
boletos. Mientras esperábamos, ambas sacamos nuestras computadoras intentando
trabajar un poco. Yo tenía hambre y sed, así que decidí ir a la tiendita a
comprar algo que mitigara mi apetito. Al salir de allí, con un Gatorade y unas galletas, fue cuando lo
vi: alto, playera blanca, pantalón color ladrillo, barba cerrada, cabello
corto, sonrisa bella y ojos hermosos, sin embargo, esta descripción no estaría
completa si no les describo gráficamente el mega cuerpazo que tiene… aunque se
quedarán con las ganas porque, por pudor, no puedo. Estaba acompañado de otro
chico, casi tan guapo como él, así que las dos mujeres, viajeras solitarias y
aburridas, encontramos un incentivo visual al pesado día de trayecto. De
inmediato le dije a mi compañera que volteara hacia el frente y, discretamente,
comenzamos a admirar a ese par de jovencitos tan hermosamente bien formados. Después
observamos que ellos se fueron hacia atrás de nuestros asientos en la sala de
espera y nosotras seguimos esperando nuestro autobús.
Cuando
por fin se anuncia la salida, guardamos las computadoras y arrastramos la
maleta hasta el andén apuradamente. La casualidad, mala suerte o buenísima
suerte, según como se vea, hizo que en el momento que yo acerqué mi equipaje a
la cajuela, un tobillo se me doblara un poco, sin llegar a caer: él me dijo
después que ese fue justo el momento en que me vio. Su amigo, que se encontraba
cerca, me ayudó con el equipaje, me cedió el paso hacia el autobús, e incluso
arriba, me ayudó a acomodar mi equipaje de mano. Detrás del amigo iba él, quien
sólo se limitó a sonreírme y a mirarme coquetamente.
Tengo
que decir que durante todo el trayecto a Reynosa no recordé su existencia en el
mismo planeta, mucho menos en el mismo autobús. Estaba muy cansada, así que
apenas recargué mi cabeza en el asiento me dormí profundamente. El conductor de
la unidad anunció la llegada a Reynosa y el acercamiento a una parada
intermedia, en la cual bajaron varios pasajeros. Desde mi asiento sólo lo vi
pasar por el pasillo hacia la puerta. Volví a pensar, todavía medio dormida,
“¡qué hombre tan guapo!”, pero al llegar a la terminal, 15 minutos después, ya
había olvidado hasta su rostro.
Sin
embargo, el destino me tenía algo más: al bajar del autobús, el conductor me
entregó un pedazo de tela-papel, de los que cubren los respaldos de los
asientos (como dato cultural, el material se llama Tyvek), con un número telefónico anotado en él. Primero me
desconcerté y después sonreí, porque vi que la clave lada era de Monterrey, así
que lo relacioné de inmediato con él. Recogí mi maleta, y por no quedarme con
la curiosidad, le pregunté al operador quien lo había dejado: “un chico alto de
playera blanca, que bajó en el Soriana Hidalgo, me dijo que se lo diera a la
chica de negro, de cabello corto… ¿si es para usted o no?”
Agradecí
al operador y dije: “por supuesto, es para mí”. Aún no podía salir de mi asombro,
sobre cómo la casualidad había traído ese momento, pero estaba allí. Pude haber
bajado en otra terminal y no lo veo, o bien pudo el operador equivocarse con la
destinataria del número telefónico o simplemente no dármelo y no habría pasado
nada, pero todo se alineó perfectamente. Elena, la que desde hacía meses no
había tenido ni tiempo, ni disposición, ni ganas, ni ilusión, ni nada de todo
lo bonito que se siente el conocer a una persona nueva; Elena, la que sólo
había tenido, durante los últimos 6 meses y un poquito más, cabida en su día a
día para el trabajo, viajes, escuela, más viajes, amigos, más trabajo y más
viajes, sin voltear a ver absolutamente a nadie del sexo masculino, ni por
equivocación, ahora estaba ante la tentadora oferta de marcar un número de un guapísimo
desconocido que vio únicamente unos minutos.
Llegué
al hotel, aún sin decidirme a llamar. Mi compañera me alentaba y me apuraba,
pero yo estaba muerta de miedo. Creo que ni siquiera recordaba una manera
inteligente de volver a entablar conversación con fines de ligue, así que pensé: “le llamo mañana”. Por fortuna, ella insistió
y prácticamente me obligó… y allí estaba yo, con el número entre mis manos, sin
saber qué decirle para iniciar el contacto. En el lenguaje futbolero, era como
si él me estuviera enviando un “centro” súper bien colocado y yo estuviera en
la posición perfecta para tirar a gol, pero no supiera cómo bajar el balón; me
daba miedo rematar con el pie equivocado y fallar. Finalmente, de la manera más
educada y menos atrevida que encontré, le mandé un mensaje a su celular, que
tuvo respuesta unas horas después.
Intercambiamos
mensajes y nos aseguramos, primero, de que el número fuera para mí y de cuál de
los 2 chicos era él, porque hasta ese momento, yo tenía dudas. Uno, se portó
muy cortés y atento, al ayudarnos a instalar en el autobús, pero la sonrisa y la
mirada del segundo, me decían que también podía haber sido él. No me equivoqué:
el que vi primero, el de la sonrisa bonita y el cuerpo de tentación, era el
portador del número telefónico escrito en el pedazo de Tyvek.
Los
mensajes se convirtieron en una llamada, y la llamada en una sorpresiva visita
al hotel, donde pudimos platicar mejor y, dicho sea de paso, pude corroborar
que el rápido vistazo que había dado hacía unas horas no me había engañado: era
tan guapo como lo percibí desde el principio. Allí mismo quedamos para vernos
al día siguiente… y el resto de la historia no la puedo contar, por no apegarse
a la temática de este espacio, pero les prometo que, si un día decido abrir un
blog de relatos eróticos, seguro estará incluida…
Regresé
a Manzanillo feliz, después de la gran aventura vivida, pero pronto, la rutina
me volvió a sumergir en múltiples actividades. Otra vez viajes, otra vez
trabajo, otra vez la escuela, pero de él, nada supe en varios días. Era como si
hubiese existido un acuerdo tácito de no continuidad, y en mi interior, hasta
agradecía que así fuera, puesto que eso suponía para mí menor exposición. Sin
embargo, justo un mes después de aquella primera cita en Reynosa y,
curiosamente, regresando yo de otro viaje, ahora desde Veracruz, el primer
mensaje que recibo al encender mi teléfono después de bajar del avión, era
suyo: “¡Te olvidaste!… ¿Dónde andas? ¿Cómo estás? ¿Cuándo vienes?”. Por
supuesto contesté, y de inmediato agendé mi regreso a Reynosa, avisándole cuándo
estaría de nuevo allá. Sobra decir que lo volví a ver…. y, no es por presumir,
pero en esta segunda ocasión me la pasé muchísimo mejor...
Es
muy trillado eso de que “las personas llegan a tu vida cuando tienen que
llegar, ni antes ni después”, pero es cierto. La gente llega y se va todo el
tiempo, te enseñan lo que te tienen que enseñar, cumplen su propósito en tu
vida y después permanecen sólo si tienen que permanecer, convirtiendo en algo
verdaderamente inútil prolongar su tiempo de estancia.
Hasta
ahora, estando de regreso y habiendo dormido ya 3 noches seguidas en mi cama y
en mi casa, sabiendo que no viajaré en por lo menos 3 semanas más, terminé de
asimilar lo que significó haberlo conocido. El concepto es muy sencillo y se
resume en algunos objetivos no planteados, pero sí cumplidos: quitar de mi cama
el “fantasma” que se apoderó de ella por meses, después de una muy desagradable
experiencia vivida; perder el miedo a permitir de nuevo la entrada de otras
personas a mi vida; recordarme a mí misma que se puede disfrutar de los
pequeños o grandes momentos de felicidad, así… conforme las cosas van llegando,
sin pensar ociosamente en el pasado o en el futuro, sin esperar nada, pero
recibiendo mucho y agradeciendo más. Hoy sé que, incluso si no lo vuelvo a ver,
no pasa nada, porque lo que vino a hacer por mí ya lo hizo; lo demás, es valor
agregado.
Para
terminar, les dejo una frase que compartió conmigo alguien en mi muro:
“Cuando
nada esperas, todo llega”
Así
son las luces al final del túnel: cuando sientes que las penumbras te harán
caer, aparecen allí, para iluminar de nuevo el camino y enseñarte cómo retomar
el regreso a casa...
Gracias
por seguirme leyendo… ¡hasta muy pronto!
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