miércoles, 10 de julio de 2013

Luces al final del túnel... Por Elena Savalza

De pronto un nuevo día amanece y encuentras tu vida vuelta un desastre. Las cosas en las que creías resultaron no ser ciertas, todo a tu alrededor se percibe gris y no encuentras por dónde pueda reflejarse de nuevo un rayo de luz hacia tu interior.

Escribes por inercia o por compromiso, pero sin pasión y sin motivo, porque dejaste de creer en el amor, en Dios y en las cosas buenas de la vida. Intentas por todos los medios recuperar la fe y tu cabeza sabe que vas a salir adelante, pero tu corazón no está muy convencido de ello. Simplemente, tu corazón no lo siente: se encuentra roto, en mil pedacitos y pareciera que faltara una pieza fundamental para reconstruirlo y recobrar su forma. Incluso si ha habido desilusiones anteriores, siempre sientes que ésta, la que estás viviendo justo en este momento, será por siempre la peor de todas.

No sé si nos pasa a todos, pero a mí me pasó: el cierre de 2012 y el comienzo de 2013 fue un periodo sumamente difícil. Pero la buena noticia es que, aunque por momentos hubiese dejado de creer en Dios, en el amor y todas las cosas buenas que el universo tiene a mi disposición, ni Dios ni el amor dejaron jamás de creer en mí. La vida siempre encuentra la manera de mostrarme la luz al final del túnel, por más tinieblas que encuentre en mi camino. La tormenta  pasó y la calma llegó, y comencé a recobrar la normalidad de mi vida.




Como caídos del cielo llegaron entonces muchos viajes de trabajo y con ellos, el pretexto perfecto para alejarme emocional y físicamente de cualquier situación que me estuviese lastimando, aun cuando con esto no terminara de solucionar el problema de raíz, sí era un distractor que ayudaba bastante. Para darles un parámetro, aún no se cerraba el mes de abril y yo ya había tocado, para aterrizaje o abordaje, 7 aeropuertos distintos e incluso hubo ocasiones en las que dormí en 6 estados de la república diferentes, en el mismo mes (marzo: Colima, Nayarit, Veracruz, Tamaulipas, Nuevo León y Distrito Federal). ¿Se imaginan la locura y la confusión de despertar en la completa obscuridad de la madrugada y no saber a ciencia cierta en qué lugar te encuentras? Pues es posible, me ha pasado ya 2 veces, una en México y otra en Monterrey.

Y aunque los viajes de trabajo no son tan glamorosos como podrían parecer, pero sí mucho más cansados de lo que se puede apreciar desde la publicación de un estatus en Facebook o en Twitter, debo reconocer que tienen sus cosas buenas. En mi caso, esa “nueva luz” a la que me refería hace un momento, llegó de una manera muy divertida, y fue precisamente en un viaje de trabajo a Reynosa.

Fue un domingo del mes de mayo. Junto con mi compañera de trabajo y de viajes, salí de Manzanillo a las 5 am, hacia el Aeropuerto de Guadalajara, para tomar el vuelo que nos llevaría a mi precioso y adorado Monterrey. Una vez en “La Sultana”, debíamos tomar un autobús que en 3 horas y media nos pondría en Reynosa. Entre tiempo de viaje y esperas en aeropuertos, terminales y trasbordos, la travesía es un poquito mayor a 12 horas, así que ya se imaginarán que tan fastidioso puede llegar a ser eso, sobre todo si lo haces mes con mes (lo digo por los que dicen: “¡Qué padre! ¡Tú cómo te paseas!”, esta es la cruel realidad).

Pues bien, normalmente tomamos el autobús hacia Reynosa desde la terminal principal de Monterrey, pero ese día decidimos tomarlo en una terminal de paso, la terminal Fierro, también conocida como la “Y griega”. Nos detuvimos allí y compramos los boletos. Mientras esperábamos, ambas sacamos nuestras computadoras intentando trabajar un poco. Yo tenía hambre y sed, así que decidí ir a la tiendita a comprar algo que mitigara mi apetito. Al salir de allí, con un Gatorade y unas galletas, fue cuando lo vi: alto, playera blanca, pantalón color ladrillo, barba cerrada, cabello corto, sonrisa bella y ojos hermosos, sin embargo, esta descripción no estaría completa si no les describo gráficamente el mega cuerpazo que tiene… aunque se quedarán con las ganas porque, por pudor, no puedo. Estaba acompañado de otro chico, casi tan guapo como él, así que las dos mujeres, viajeras solitarias y aburridas, encontramos un incentivo visual al pesado día de trayecto. De inmediato le dije a mi compañera que volteara hacia el frente y, discretamente, comenzamos a admirar a ese par de jovencitos tan hermosamente bien formados. Después observamos que ellos se fueron hacia atrás de nuestros asientos en la sala de espera y nosotras seguimos esperando nuestro autobús.

Cuando por fin se anuncia la salida, guardamos las computadoras y arrastramos la maleta hasta el andén apuradamente. La casualidad, mala suerte o buenísima suerte, según como se vea, hizo que en el momento que yo acerqué mi equipaje a la cajuela, un tobillo se me doblara un poco, sin llegar a caer: él me dijo después que ese fue justo el momento en que me vio. Su amigo, que se encontraba cerca, me ayudó con el equipaje, me cedió el paso hacia el autobús, e incluso arriba, me ayudó a acomodar mi equipaje de mano. Detrás del amigo iba él, quien sólo se limitó a sonreírme y a mirarme coquetamente.

Tengo que decir que durante todo el trayecto a Reynosa no recordé su existencia en el mismo planeta, mucho menos en el mismo autobús. Estaba muy cansada, así que apenas recargué mi cabeza en el asiento me dormí profundamente. El conductor de la unidad anunció la llegada a Reynosa y el acercamiento a una parada intermedia, en la cual bajaron varios pasajeros. Desde mi asiento sólo lo vi pasar por el pasillo hacia la puerta. Volví a pensar, todavía medio dormida, “¡qué hombre tan guapo!”, pero al llegar a la terminal, 15 minutos después, ya había olvidado hasta su rostro.

Sin embargo, el destino me tenía algo más: al bajar del autobús, el conductor me entregó un pedazo de tela-papel, de los que cubren los respaldos de los asientos (como dato cultural, el material se llama Tyvek), con un número telefónico anotado en él. Primero me desconcerté y después sonreí, porque vi que la clave lada era de Monterrey, así que lo relacioné de inmediato con él. Recogí mi maleta, y por no quedarme con la curiosidad, le pregunté al operador quien lo había dejado: “un chico alto de playera blanca, que bajó en el Soriana Hidalgo, me dijo que se lo diera a la chica de negro, de cabello corto… ¿si es para usted o no?”

Agradecí al operador y dije: “por supuesto, es para mí”. Aún no podía salir de mi asombro, sobre cómo la casualidad había traído ese momento, pero estaba allí. Pude haber bajado en otra terminal y no lo veo, o bien pudo el operador equivocarse con la destinataria del número telefónico o simplemente no dármelo y no habría pasado nada, pero todo se alineó perfectamente. Elena, la que desde hacía meses no había tenido ni tiempo, ni disposición, ni ganas, ni ilusión, ni nada de todo lo bonito que se siente el conocer a una persona nueva; Elena, la que sólo había tenido, durante los últimos 6 meses y un poquito más, cabida en su día a día para el trabajo, viajes, escuela, más viajes, amigos, más trabajo y más viajes, sin voltear a ver absolutamente a nadie del sexo masculino, ni por equivocación, ahora estaba ante la tentadora oferta de marcar un número de un guapísimo desconocido que vio únicamente unos minutos.

Llegué al hotel, aún sin decidirme a llamar. Mi compañera me alentaba y me apuraba, pero yo estaba muerta de miedo. Creo que ni siquiera recordaba una manera inteligente de volver a entablar conversación con fines de ligue, así que pensé: “le llamo mañana”. Por fortuna, ella insistió y prácticamente me obligó… y allí estaba yo, con el número entre mis manos, sin saber qué decirle para iniciar el contacto. En el lenguaje futbolero, era como si él me estuviera enviando un “centro” súper bien colocado y yo estuviera en la posición perfecta para tirar a gol, pero no supiera cómo bajar el balón; me daba miedo rematar con el pie equivocado y fallar. Finalmente, de la manera más educada y menos atrevida que encontré, le mandé un mensaje a su celular, que tuvo respuesta unas horas después.

Intercambiamos mensajes y nos aseguramos, primero, de que el número fuera para mí y de cuál de los 2 chicos era él, porque hasta ese momento, yo tenía dudas. Uno, se portó muy cortés y atento, al ayudarnos a instalar en el autobús, pero la sonrisa y la mirada del segundo, me decían que también podía haber sido él. No me equivoqué: el que vi primero, el de la sonrisa bonita y el cuerpo de tentación, era el portador del número telefónico escrito en el pedazo de Tyvek.

Los mensajes se convirtieron en una llamada, y la llamada en una sorpresiva visita al hotel, donde pudimos platicar mejor y, dicho sea de paso, pude corroborar que el rápido vistazo que había dado hacía unas horas no me había engañado: era tan guapo como lo percibí desde el principio. Allí mismo quedamos para vernos al día siguiente… y el resto de la historia no la puedo contar, por no apegarse a la temática de este espacio, pero les prometo que, si un día decido abrir un blog de relatos eróticos, seguro estará incluida…


Regresé a Manzanillo feliz, después de la gran aventura vivida, pero pronto, la rutina me volvió a sumergir en múltiples actividades. Otra vez viajes, otra vez trabajo, otra vez la escuela, pero de él, nada supe en varios días. Era como si hubiese existido un acuerdo tácito de no continuidad, y en mi interior, hasta agradecía que así fuera, puesto que eso suponía para mí menor exposición. Sin embargo, justo un mes después de aquella primera cita en Reynosa y, curiosamente, regresando yo de otro viaje, ahora desde Veracruz, el primer mensaje que recibo al encender mi teléfono después de bajar del avión, era suyo: “¡Te olvidaste!… ¿Dónde andas? ¿Cómo estás? ¿Cuándo vienes?”. Por supuesto contesté, y de inmediato agendé mi regreso a Reynosa, avisándole cuándo estaría de nuevo allá. Sobra decir que lo volví a ver…. y, no es por presumir, pero en esta segunda ocasión me la pasé muchísimo mejor...

Es muy trillado eso de que “las personas llegan a tu vida cuando tienen que llegar, ni antes ni después”, pero es cierto. La gente llega y se va todo el tiempo, te enseñan lo que te tienen que enseñar, cumplen su propósito en tu vida y después permanecen sólo si tienen que permanecer, convirtiendo en algo verdaderamente inútil prolongar su tiempo de estancia.

Hasta ahora, estando de regreso y habiendo dormido ya 3 noches seguidas en mi cama y en mi casa, sabiendo que no viajaré en por lo menos 3 semanas más, terminé de asimilar lo que significó haberlo conocido. El concepto es muy sencillo y se resume en algunos objetivos no planteados, pero sí cumplidos: quitar de mi cama el “fantasma” que se apoderó de ella por meses, después de una muy desagradable experiencia vivida; perder el miedo a permitir de nuevo la entrada de otras personas a mi vida; recordarme a mí misma que se puede disfrutar de los pequeños o grandes momentos de felicidad, así… conforme las cosas van llegando, sin pensar ociosamente en el pasado o en el futuro, sin esperar nada, pero recibiendo mucho y agradeciendo más. Hoy sé que, incluso si no lo vuelvo a ver, no pasa nada, porque lo que vino a hacer por mí ya lo hizo; lo demás, es valor agregado.

Para terminar, les dejo una frase que compartió conmigo alguien en mi muro:

“Cuando nada esperas, todo llega”

Así son las luces al final del túnel: cuando sientes que las penumbras te harán caer, aparecen allí, para iluminar de nuevo el camino y enseñarte cómo retomar el regreso a casa...


Gracias por seguirme leyendo… ¡hasta muy pronto!

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