La última vez que me enamoré de ti, escribí toda una novela; hoy me alcanzó el amor para escribir sólo unas líneas: ya lo voy superando...
“Hace dos noches te
soñé en Chicago. Es extraño, si tomamos en cuenta que jamás estuvimos juntos en
esa ciudad, pero, como ya lo dije, te
soñé bonito… y me niego a decir algo más.”
Así
empezó nuestra conversación: casual, trivial y hasta un tanto hueca, si
recordamos que tú y yo tenemos una historia mucho más profunda qué contar.
Después, insististe en que te dijera lo que había soñado, sabiendo que nuestros
sueños compartidos siempre fueron el principio de algo más.
“Fue
algo muy cursi… – te dije - No hubo sexo, o alguna escena erótica (¡no te
emociones!). Sólo tú y yo, el agua, los rascacielos y el frío de esa ciudad,
que bien pudo haber sido Nueva York o Seattle, pero sé que era Chicago, porque
mi corazón, en mis sueños, me decía que lo era. Tenías puesto ese abrigo gris
que usabas en Londres, y platicábamos de todo y de nada. Supongo que fue un
sueño feliz, porque me desperté sonriendo, e inevitablemente tuve ganas de
saber de ti.”
Quiero
imaginar tu cara del otro lado de la pantalla cuando te lo dije. Seguro
sonreíste, entre incrédulo y frío, cuestionando cada línea escrita. No quise
asustarte… ¡perdón! Sé de sobra cuánto miedo te genera la posibilidad de que
aún exista algo de amor entre los dos…
Sólo
contestaste que sí estabas emocionado, y que no había decepción por no habernos
hecho el amor en mis sueños. Por el contrario, me diste las gracias, como si
para ti, el saber que conservas todavía una parte de mi corazón, a pesar de los
años, fuera mucho más gratificante que la superflua idea de tener de nuevo mi
cuerpo.
Te
dije que pensaba en ti, que te recordaba aún, que te recordaba “bien” (¿alguien
sabe lo que quise decir cuando usé la palabra “bien”?). Te dije que estabas
en mi mente muchas más veces de las que me atrevía a decirlo. Te dije que era
imposible para mí estar en México o en Monterrey, sin recordar pedazos de
nuestra gran historia, esa que escribimos entre aeropuertos, hoteles y carreteras.
Esa que por más carpetazos, borrones y páginas nuevas, se niega a desaparecer
de los libros de nuestra memoria.
Contestaste
que pensabas en mí más veces de las que siquiera podía yo imaginar o creerte.
Te dije que lo creía, que lo creía todo: no podía ser yo la única loca que a
pesar de los años y la distancia, seguía guardando una sonrisa y una mirada que
no podía ser para nadie más que para ti. No podía ser la única que recordara con
nostalgia lo que fue. No podía ser la única que imaginara con ilusión lo que pudo
haber sido. No podía ser la única que construyera en su mente, con cierto dejo de
arrepentimiento, todas aquellas cosas que pudimos hacer para estar juntos y que
no hicimos. No podía ser la única de los dos que siguiera, después de tantos años, de vez en cuando cuestionándole a Dios y a la vida en qué vuelta nos perdimos, en qué punto
exacto del trayecto los caminos se bifurcaron y cada uno tomó una ruta distinta. No
podía ser yo la única que buscó, desesperada e inútilmente, el mapa que señalara
el punto exacto donde nos volveríamos a encontrar.
Cerré
mi computadora y no me conecté más. Dejé que el Merlot y el mar se llevaran cualquier resto de nostalgia, de
tristeza, de dudas y de arrepentimiento.
Y allí, en nuestra playa, quise recordar que había algo más fuerte que la
presencia física, porque recordé que las personas que llevas en tu corazón,
están contigo sin importar los años o la distancia.
Y esa noche sólo quise agradecer a Dios porque entre tanta gente que va por la
vida sin saber jamás lo que es el amor, yo fui de las afortunadas que sí lo
viví. Después de eso, me permití sentir el calor del abrazo y el beso que te
envié con mi pensamiento y desde el fondo de mi corazón. Y entonces sólo volví a recordar, antes de dormir de nuevo, ese momento de la mañana cuando te dije:
“Hola ¿Cómo estás?… te soñé en Chicago.”
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