Escrito el 29 de septiembre de 2014, en Manzanillo, Colima...
El
19 de septiembre estaba en la sala de abordaje del Aeropuerto Internacional de
Reynosa. Me sentía libre por fin. Durante los días previos había creído que
cuando llegara ese momento estaría llorando, o por lo menos muy triste, pero la
verdad es que, entre la resignación del inevitable regreso, había encontrado
por fin algo de paz. Subí al avión, no sin antes dar un vistazo a lo último que
veía de la ciudad que apenas el 9 de junio me había recibido en condiciones muy
distintas. Después de eso tomé mi asiento, recargué mi cabeza y me dormí sin
darme cuenta siquiera de las instrucciones del despegue. Cuando desperté ya
casi estaba llegando a mi Guadalajara hermosa, sabiendo que en cuanto el avión
aterrizara todo sería distinto…
La
vida, mis decisiones, mi fe y todo a lo que pueda culpar, hicieron que yo
llegara a Reynosa. De pronto un día me vi con una oportunidad laboral muy
buena, con muchas ganas de tomarla y con la ilusión de que llegando allá una
persona especial me estaba esperando. La historia había comenzado el 19 de mayo
de 2013, en aquella terminal de Monterrey y a más de un año él (a quien por
última vez y sólo para esta historia llamaré “mi amorcito”) seguía allí. En ese
momento todo se confabulaba para que yo estuviera allá, así que después de
darle vueltas por lo menos un mes decidí irme. Vendí absolutamente todo lo que
tenía, dejé mi casa, mi trabajo y me fui de Manzanillo con la intención de no
regresar en muy buen tiempo.
El
día que llegué todo fue color de rosa. En el aeropuerto me esperaba “mi
amorcito”, junto con su primo, para llevarme al departamento que él mismo había
ayudado a elegir, sin que yo tuviera que preocuparme por nada. Incluso mis
sábanas, toallas y almohada estaban ya en su camioneta cuando me recibió.
Los
primeros días fueron muy buenos, pues se podría decir que “mi amorcito” y yo
seguíamos de “luna de miel”. De pronto, de estar tanto tiempo a distancia,
ahora nos teníamos a siete minutos entre su casa y la mía, lo cual sonaba
genial. En el trabajo las cosas no podían ir mejor, pues me sentía como pez en
el agua, haciendo lo que me gustaba y lo que, sin ánimo de ser petulante, hacía
bastante bien. Poco a poco fui invirtiendo tiempo y detalles para hacer de mi
pequeño departamento un lugar bonito para vivir. Aunque extrañaba mis cosas, mi
playa, mi gente y mi trabajo, estaba allá y tenía una buena y nueva oportunidad
para hacer las cosas bien y para demostrar que, como dicen: “el que es perico
donde quiera es verde”.
Los
primeros estragos del cambio los sufrí apenas unos días después de llegar. El
cambio de alimentación me provocó una gastroenteritis y las primeras lágrimas
de Reynosa llegaron con ella. Ese evento, sin embargo, por encima de lo que se
pudiera pensar, me trajo uno de los mejores regalos que recibí en Reynosa:
conocí a su hermana (la doctora que me atendió), que a la postre se convertiría
en mi ángel de la guarda y mi hermanita por siempre.
A
la gastroenteritis le siguieron crisis nerviosas, un vecino acosador que me
seguía hasta mi casa y que me sacó varios sustos. Hubo bloqueos, balaceras,
persecuciones de gente armada a plena luz del día, me tocó escuchar un “levantón” hacia
mi vecino, que me impidió incluso salir de casa para trabajar y un primer
choque en donde me lastimé la espalda. La serie de eventos desafortunados
comenzaron a nublarme el juicio, pero no sólo eso me incomodaba: desde
hacía días comenzaba a notar el distanciamiento con “mi amorcito”, sin que yo
encontrara ninguna explicación lógica a su frialdad. Lo cierto era que cuando yo
más necesitaba no sentirme sola, peor me sentía. Obviamente todo el entorno por
demás hostil, aunado a los problemas con él, estaba demeritando mi
productividad. Empecé a faltar al trabajo y a enfermarme de todo, y cuando
estaba en la oficina no podía concentrarme. En resumen, el cuento de hadas
estaba comenzando a derrumbarse ante mis ojos, sin que yo pudiera hacer nada, a
menos de dos meses de haber llegado allá. El “Castillo de Naipes” comenzaba a
tambalear ante los vientos poco favorables.
A
pesar de ello intentaba aferrarme a seguir allá. Lloraba un día sí y el otro
también, y aunque me dé pena reconocerlo ahora, hubo momentos en que por mi
cabeza cruzaron pensamientos suicidas. Mis amigas, las de Manzanillo y una que
otra de otro lugar, estaban muy preocupadas por mi e insistían en que me
regresara, pero yo me aferraba a seguir allá porque “tenía un compromiso
profesional que no podía dejar tirado así como así”. Dejé de escribir, tanto en
Letra Fría como en Estrategia Empresarial, porque sencillamente mi nivel de
concentración era nulo. Mis días transcurrían entre la oficina, trabajando en
modo automático cual robot, el spinning
que era mi único escape ante la realidad que no me gustaba, e ir a encerrarme
en mi departamento a esperar que “mi amorcito” reaccionara y se acostumbrara a
que yo estaba ya en Reynosa y que eso difícilmente iba a cambiar.
¿Cómo
era nuestra relación? Por WhatsApp o por Facebook, como cuando yo vivía en
Manzanillo, pero más fría ahora. Carente de palabras cariñosas, pero abundante
en peleas y discusiones. Descubrí lo celoso y controlador que podía ser él, al
celarme incluso con gente de su familia (me hizo que eliminara de mis contactos de Facebook a su propio hermano, por ejemplo). Descubrí también lo histérica que
podía ser yo y la poca paciencia que podía tener ante nuestras dificultades
como pareja. La vida, mi vida, se empezó a convertir en un infierno.
A
principios del mes de septiembre, antes de que yo cumpliera siquiera tres meses
allá, comenzó a vislumbrarse el inevitable final. En una de tantas peleas, tomé
la decisión de terminar con eso… y en esta ocasión él ya no puso argumento
alguno para evitarlo. Probablemente estaba tan cansado como lo estaba yo, así
que ni siquiera se molestó en convencerme de que hubiera otra oportunidad, y
sin vernos a la cara, puesto que fue vía telefónica, le pusimos punto final. Al día siguiente, aún enojada por la
situación, al salir del trabajo vino el segundo puntapié de la semana: en una
curva choqué contra un tráiler dejando el coche hecho un desastre. Aunque
bendecida por Dios de que yo no tuviera ni un rasguño, los daños materiales si
fueron importantes. Lo más triste de todo es que quedé justo enfrente del
Parque Cultural de Reynosa, donde él entrenaba todos los días a esa hora, pero
ni siquiera me atreví a llamarlo para pedirle ayuda. Cuando por la noche él se
enteró del choque, sólo atinó a llamarme para regañarme y para preguntar “de
quien fue la culpa”, como si eso hiciera diferencia.
Supongo
que con todo lo que ya me había pasado, era de esperarse que a los dos días de
haber chocado colapsara en el baño de la oficina, ante la mirada atónita de una
de mis compañeras que hacía lo posible porque no perdiera el conocimiento. Me
sacaron de la oficina para llevarme al hospital, donde llegué con una crisis de
hipertensión. Al primero que llamaron fue a él, por ser mi contacto de
emergencia, pero él estaba “muy ocupado”, así que quien estuvo conmigo en todo
momento fue su hermana. Incluso su papá fue a recogerme cuando me dieron de
alta, para llevarme a casa. Si se preguntan qué hizo él, les diré una sola
cosa: se fue a McAllen por la noche porque ya tenía un “compromiso” y no
preguntó siquiera cómo estaba yo y mucho menos se apareció por el hospital. Fue
allí, acostada en la cama, canalizada y en bata de hospital, que caí en la
cuenta de hasta dónde me había llevado mi infelicidad, al grado de haber
expuesto mi salud física de esa manera. En ese momento decidí que lo más
difícil que regresar y enfrentar mi fracaso, era permanecer allá y seguir con
mi pesadilla.
Al
día siguiente tomé al toro por los cuernos. Lo busqué, para finalizar las cosas
de frente y decirle que me regresaría. Pero tal formalismo no era necesario ya.
Al llegar a su casa, apenas me había sentado a la mesa cuando le entró una
llamada que sospechosamente se fue a contestar a su habitación. Como cosa del
demonio lo seguí y descubrí que era una mujer, de quien se despedía mandando
“besitos”. Obviamente hubo reclamos por
mi parte, y una mirada fría por parte suya. Todo estaba dicho y no hacían falta
más palabras. Eso estaba terminado mucho antes de que yo lo dijera.
Hice
mis planes para regresar. En esos días se vencía mi primer contrato y decidí
que no habría segundo. Eran pocas mis pertenencias, a excepción de mi ropa, que
se había multiplicado "misteriosamente" gracias a los muchos episodios depresivos
(no es lo mismo deprimirse en cualquier lugar del país, que en la frontera con
Estados Unidos. Ustedes disculparán la presunción, pero ante tal situación, lo único que no me faltaba era dinero). Los días posteriores a la renuncia las cosas
fueron tomando su curso. Hablé con mi anterior jefe (y hoy de nuevo actual
jefe) quien me dijo que mi lugar estaba aquí, justo desde el día que decidí
irme. Compré el vuelo para regresar y me dediqué a intentar no pasar mis
últimos días enojada y a pensar únicamente en que pronto estaría de nuevo en
casa. Aunque me sentía triste y enojada con él, lo único que podía era pedirle
a Dios que me permitiera no subir al avión enojada con alguien a quien quería
mucho.
Todo
parecía estar bien ya. Poco contacto había tenido con él, e incluso habíamos
hablado de vernos “por última vez”. Sin embargo, la última noche tenía todavía
una sorpresa para mí. Les había prometido a su mamá y a su tía, quien vive
frente a su casa, que iría a despedirme de ellas antes de regresar. Ese jueves
llegué a su casa saliendo de trabajar, pero como ni la mamá ni la tía estaban,
decidí esperar en la cochera de la casa de su tía, platicando con su primo, el
mismo que había conocido durante mi primer día en Reynosa, cuando lo acompañó
al aeropuerto por mí. La mala fortuna hizo que dos personas enojadas con él
coincidieran en el mismo momento y espacio, así que su primo, que estaba al
tanto de lo sucedido y entendía lo mal que podía sentirme yo en ese momento,
terminó de dar la estocada final: me dijo, entre otras muchas linduras, que “mi
amorcito” tenía un hijo de aproximadamente cuatro meses de nacido y que había
además una chica de aproximadamente 18 años, con cuatro o cinco meses de
embarazo de él…. ¡Había embarazado a dos mujeres durante el tiempo que estuvo
conmigo!
Como
podrán imaginar, mi coraje e impotencia eran tremendos. No sólo fue su falta de lealtad y de respeto hacia mí, sino que además había expuesto también mi salud, al meterse con cuanta tipa se le atravesó sin protegerse. Tuve que hacer esfuerzo
sobrehumano para no explotar frente a su tía y preferí meterme al baño a
llorar. No podía creer lo que había escuchado. Justo la última noche, cuando yo
ya no tenía que saberlo, cuando de nada servía ya, su primo me estaba diciendo
todo eso. Vi aproximarse la camioneta de su mamá, y entonces crucé la calle, lo
más recompuesta que pude, para saludarla y despedirme rápido para volver a mi
casa. Al entrar, la señora me abrazó y me pidió que la esperara en la sala.
Mientras estaba allí, entro su tío, con quien hice muy buena amistad. Al verlo
no pude evitar decirle lo que el primo me acababa de decir hacía 15 minutos
apenas, pidiéndole que no le dijera nada a su mamá (hermana del tío, por
cierto). Como si le hubiese pedido lo contrario, me dejó sola en la sala y
subió a decirle. Entonces la puerta se abre y “mi amorcito” hizo su aparición,
saludándome con un “hola gordita… ¿por qué te dejaron solita?” y dándome un
beso en la mejilla. Me levanté de inmediato sintiendo que casi se venía la
espuma por mi boca, así que me tuve que salir por no armar un escándalo en su
casa, pues como comprenderán, tenía ganas de matarlo en ese rato. Al salir me
encontré a su mamá, quien ya venía vociferando enojada: el tío ya le había
dicho todo. Se armó una discusión fuerte. Su papá me reclamó por “no haberme
quedado callada y haberme ido a la casa de enfrente, cuando allí estaba la
suya”. Encima de todo… ¡la culpa era
mía!
Hubo
gritos, reclamos y todo. Pero yo sólo atiné a voltear a ver al tío y
suplicarle que me llevara a casa. Su mamá se levantó y me dijo que ella me
llevaba y le pidió a su hermano (el tío) que me acompañara también. Al subir a
la camioneta los flamantes primitos estaban peleando y el papá intentando
separarlos. Me desentendí del asunto, para enterarme después que el primo había
dicho que yo había investigado todo y que él jamás me dijo nada, como si yo
conociera tanta gente cercana a él, fuera de su familia, para que me dijeran
algo así. Lo cierto es que nadie negaba que lo me había dicho era verdad: dos
bebés mientras estuvo conmigo, era el saldo conocido hasta el momento.
Me
quedaban menos de 24 horas en Reynosa y yo estaba hecha un mar de lágrimas. No
podía creer que eso estuviera pasando realmente. Mientras iba en la camioneta
escuchaba a su mamá enojada intentando que le dijera que más me había dicho el
primo, pero yo sólo le contestaba: “Señora, estoy segura de que no quiere
saber”… Lo único que yo decía entre
llanto era: “¿Por qué me tuve que enterar, si ya me voy mañana?”. Su mamá me
dejó en mi casa, dejando al tío conmigo. Entonces allí grité y lloré todo lo que
no pude. Vi sus mensajes que me había enviado justo al salir de su casa, y le
contesté enojada que si tenía un poco de delicadeza me dejara tranquila y jamás
me volviera a buscar (por supuesto, mis palabras fueron mucho menos amables y corteses). Al poco rato llegó
su hermana, para recoger a su tío, y me confirmaba la versión oficial del
primo: él no me dijo, yo investigué por mi cuenta.
Después
de una terrible noche, a la mañana siguiente yo sólo tenía que terminar mis
maletas y esperar que se llegara medio día para irme al aeropuerto. Durante la
mañana su mamá fue a mi casa, platicamos y nos despedimos tranquilas. Cuando
dejaba mi departamento, la señora me dijo tiernamente: “perdóname por todo lo
mal que te trató Reynosa”. Ambas sabíamos que se refería a su propio hijo. La
abracé y le dije que todo estaba bien, y que ella y su hija siempre tendrían
las puertas abiertas conmigo, las de mi casa y las de mi corazón.
Así
me fui al aeropuerto. La última persona a la que vi fue a su hermana, quien,
como Dios no quiso que fuéramos cuñadas, adopté como hermanita menor, con la
promesa de que no nos estábamos despidiendo, porque nos volveríamos a ver muy
pronto. Cuando pasé la revisión de seguridad y entré a la sala de abordar,
sabía que ya no había marcha atrás…
Hoy
es 29 de septiembre y es mi primer día de trabajo. Inicio un ciclo nuevo en
Manzanillo, al mismo tiempo que él, en Reynosa, está cumpliendo años. Supongo
que no es casualidad, y que también en esto está obrando Dios. Fui a Reynosa a
descubrir que no era él. Fui a Reynosa a conocerlo realmente, a abrir los ojos,
a quitar máscaras y a enfermarme mucho. Fui hasta allá a entender que no hay dinero que compre la tranquilidad y estabilidad y que cuando te falta todo, jamás lo material será suficiente. Ya estoy aquí, retomando mí vida donde
la dejé hace casi cuatro meses, pero ahora sin ningún obstáculo que nuble mi
entendimiento. Ya ni siquiera me siento enojada o triste, aunque aún no
olvido lo sucedido y sé que pasarán muchos días para que mi corazón y mi mente vuelvan
a la normalidad. Lo único que sé es que al volver a ver la playa, platicar con
mis amigas y retomar mi trabajo, alguna pieza suelta se unirá de nuevo a mí.
Fui
a Reynosa a derribar mi “Castillo de Naipes”, para regresar a construir
castillos de arena, aquí en mi playa querida. Como “El Alquimista”, perseguí un
sueño y perdí todo por ello, sólo para regresar al lugar de donde partí. Sin
embargo, tengo fe en que con el tiempo descubra el porqué de esta locura y
hasta le agradezca la lección. Hoy ya no lloro. Duermo tranquila y confiada de
que mañana estaré mejor. ¿Qué pasará con él? No lo sé. Supongo que vive feliz
brincando de cama en cama y de mujer en mujer, sin tomar ninguna
responsabilidad en su vida, ni con sus hijos, ni con nadie. Pero si eso quiere,
eso está bien. Simplemente para mí su comportamiento era inaceptable y no había
más remedio que dejarlo ir y continuar con mi vida. Aun así no le deseo mal,
pues supongo que el tiempo nos dará a cada uno lo que merecemos. Por lo demás,
quiero confiar en que estará bien y que algún día podré voltear hacia atrás y
sonreír de corazón al recordarlo.
Leí
una frase que dice: “abrir los ojos duele, pero es un dolor
necesario”. Hoy ya no construyo castillos de naipes…
Salmos 57:1 “Porque
en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que
pasen los quebrantos.”
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