“Un día, cuando aún
éramos amigos, me dijiste que tú te visualizabas viajando, trabajando o
escribiendo, mucho más que casada y con hijos y una vida en pareja. Es por eso
que no me pude decidir por ti, porque creo que jamás admitirías un compromiso…
No significa que no
te quiera: te quiero mucho y quizá me arrepienta de esto, pero no me
puedo arriesgar…”
Pareciera
que pasó una eternidad desde que escuché esas palabras de la boca de un hombre
del que me había enamorado. Hoy sé que no hace tanto tiempo, pero
definitivamente, ya no duele como esa noche.
Recuerdo
que eran las 2 am y no podía parar de llorar. Lo peor, fue que había muy pocas
de mis amigas a quienes hubiera podido llamar para compartir la frustración que
me originó escuchar lo que escuché. Así que terminé llorando sola y durmiendo
poco, en una noche terrible.
El
tiempo pasó y decidí intentar soltar: la situación, la persona, mis
sentimientos y la confusión que me originó que todo eso me hubiese sucedido
justamente a mí. Decidí esperar, dejar de actuar, dejar de hablar, ser
paciente, no hacer nada más que concentrarme en perdonar; sobre todo, perdonarme
a mí misma por no ser la mujer perfecta y porque con todo lo bonito que pudiera
soñar para mí en cuanto a mi futuro profesional, no pudiera en ese momento y
con esa persona, conjugarlo también con el hermoso cuento de hadas que, en el
fondo, deseo tanto como cualquier otra mujer.
Decidí
seguir adelante porque entendí que, por mucho que me hubiera gustado que las
cosas fueran distintas, había una sola realidad: él estaba haciendo una
elección y yo lo único que podía hacer era respetar sus razones, aunque no me
parecieran justas o correctas. Finalmente, no estaba en mis manos hacerlo
cambiar de opinión.
Antes
de decidirlo traté de convencerlo de que, cuando le dije eso, yo no estaba
enamorada y que el amor podría hacer cambiar muchas cosas, pero no fue
suficiente. Parecía no haber vuelta atrás. Después de todo, el amor parecía no
poder con cualquier obstáculo, como se dice en todas las novelas románticas…
Poco
después, el aspecto profesional se acomodó para que pasara exactamente lo que
ese día él utilizó como su argumento para no decidirse por mí. Todo lo que había
querido que me sucediera, me estaba sucediendo. Nuevas oportunidades de viajes,
trabajo que adoro, escribir para una publicación…
Pero
por alguna razón, no podíamos dejar de vernos ni de estar en contacto el uno
con el otro. Por más barreras y más negativas, había un “algo” que hacía que estuviéramos
siempre conectados.
Sin
embargo, él no estaba para mí al 100%. ¿Por qué? No lo sé. Podría culparme y decir
que tiene que ver con mi carácter o con mi manera de vivir. Podría justificar
su decisión (o indecisión) con el miedo a que las cosas no funcionaran. Podría
argumentar también falta de amor…
En
fin, justificaciones sobrarían, pero el
caso es que él no estaba y no estaría por su propia decisión.
Fue
allí donde entendí una de las grandes complicaciones de la vida de una mujer,
al definir nuestras prioridades: el amor de un hombre como “la cereza que
adorna el pastel” o el amor de un hombre como “el pastel completo”.
Yo
tengo un “pastel completo”, se llama VIDA PROPIA. Este pastel está hecho de
muchos ingredientes: mi familia, mis amigos, mi desarrollo profesional, mi
salud, tiempo para hacer lo que a mí me gusta, mis sueños, mis deseos, mis
creencias, mis propias metas y aspiraciones y la forma en que éstas se van
materializando. Mi energía se concentra
en preservar y mejorar todo esto y el proceso me hace feliz.
Anhelo,
sin embargo, que mi pastel tenga una cereza. Esa “cereza” es la relación de
pareja con un hombre que pueda complementar el pastel, entendiendo que a estas
alturas del partido, sería muy difícil arreglarme la vida, porque lo único que
deseo es compartirla con él.
Un
hombre que me empuje y a quien empujar. Un hombre con quien compartir nuestras metas
conseguidas, nuestros sueños, aspiraciones y nuestras motivaciones diarias, sea
todos los días una aventura digna de vivir.
¿Hasta
dónde podemos llegar cuando nuestra necesidad de ser amadas y aceptadas se
vuelve más fuerte que nuestro amor propio?
¿Confundimos
a menudo la necesidad con el amor mismo?
¿Estaríamos
de verdad dispuestas a borrar por completo nuestra esencia para convertirnos en
la sombra de aquel con quien se supone debiéramos compartir nuestra vida, mas
no entregársela?
¿De
verdad el amor se trata de ver por los “ojos del otro” y borrar nuestra propia
identidad por convertirnos en la mujer sumisa que, aún ahora, muchos asumen
como modelo de virtud y perfección?
El
amor se trata de compartir, lo sé. Pero… ¿Debo entregarlo absolutamente TODO y
correr el riesgo de quedarme sin nada, e incluso, quedarme sin MI?
Se
los dejo de tarea…
Gracias
por continuar leyéndonos. Celebramos un año desde el inicio de este sitio y
vamos por más…
Ahora
más cerca de ti:
En
Facebook, da click en “Me gusta” dentro de nuestra fan page Mujeres Adictas a
los Monstruos.
En
Twitter, sigue a @princesas_ind y a mi cuenta personal @elenasavalza.