“Un hilo
rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin
importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo rojo se puede estirar,
contraer o enredar, pero nunca se romperá.”
Había
leído muchas veces esa frase, pues está precedida de una bonita leyenda muy
popular donde se cuenta la historia de cómo dos personas que estuvieron
destinadas desde el principio a estar juntas, se encuentran y unen sus vidas con
el pasar de los años.
Siempre
había sido una chica práctica, o por lo menos eso pretendía. De hecho, de un
tiempo a la fecha, en cuestiones de amor el destino había hecho tan poquito por mí, que comenzaba a
creer que no existía tal cosa. El día a día, aunado a una que otra decepción, me había convencido de que las casualidades no existían y de que, si
querías lograr algo, tenías que luchar por ello.
El amor
no dependía sólo de mí. Siempre había un involucrado más en esta discordia y yo
no tenía tiempo, ganas o interés de iniciar con todo ese juego del cortejo y
esas cosas. Incluso volver a pensar en conocer a alguien me daba tremenda
flojera, miedo, o ambas…
Desde mi
regreso de Reynosa, con aquel intento fallido de darle un final feliz a mi
cuento, nada espectacular me había pasado en cuestión de amor. Al llegar de
nuevo a Manzanillo me había dedicado a trabajar, a experimentar cosas nuevas,
tanto en lo laboral como en lo personal (incluso, gracias a esto, me gané un
viaje a Grecia comenzando una carrera en multinivel, como Líder Ejecutiva en
Terramar Brands), a disfrutar a mis amigas, familia y todo lo que podía a mi
alrededor. Si algo me había enseñado Reynosa a punta de golpes y decepciones
es que vida tenemos solamente una y que la felicidad puede ser tan efímera que
no hay que desperdiciar un solo momento de nuestra existencia en
lamentaciones. Disfrutaba lo que tenía y no pretendía pedir nada más de lo que
para entonces había trabajado, pues sabía que mi futuro dependía de mí y de mi
esfuerzo constante. Cansada estaba ya de pedirle a Dios que me alejara de
manera inmediata de “cualquier pendejo que se me atravesara en mi camino” (tal
cual mis oraciones), y de que si no me traía al bueno, no quería a nadie: “Gracias
Dios mío, pero sola me las arreglo muy bien”.
A
principios de septiembre de este año parecía que las cosas no podrían estar
mejor. Estrené ese mes con el nacimiento de mi sobrina, hija de mi hermano
menor (y consentido), después de un complicado embarazo. Ese mismo día 1 de
septiembre, por la noche, sabría que había logrado la meta y había conseguido ganarme
ese viaje a Grecia por el que había luchado tanto los últimos nueve meses y
que, además, fue mi puerta de escape de las garras de la depresión y la
oportunidad de cambiar mi vida y hacer algo distinto por mí.
Amanecía,
al día siguiente, en la Ciudad de México, y entonces mi ex novio (el eterno ex del cual no escapas, por más que los años pasen) me estaba invitando a que,
después de dejar Atenas, no regresara a México sino que lo alcanzara en
Bruselas, porque justo ese día llegaba él. Debo confesar que la idea me tentó
desde el principio y que días después, el 7 de septiembre en su cumpleaños, le
dije que sí. Sin embargo, el destino tenía alguna que otra variable que yo no
estaba considerando en la ecuación de mi viaje perfecto...
¡Pero
esperen!.. Para continuar esta historia debo regresar el tiempo seis años e
incluir a otro personaje…
Lo conocí
una hermosa noche estrellada de diciembre de 2009. La puerta del coche de mi
amiga chocó con la puerta de la camioneta de su hermano y en ese momento nos
vimos. Nosotras nos íbamos ya del bar, pero él me pidió quedarme con tanta
vehemencia que no pude resistir el enorme deseo de regresar a buscarlo y
averiguar por qué no podía dejar de pensar en él desde que lo vi sonreír. En
menos de una hora yo estaba de regreso en aquel bar y en dos horas ya nos abrazábamos y mirábamos el cielo estrellado como si toda la vida lo
hubiésemos hecho juntos. Ninguno de los que nos vieron esa noche creía
que antes de tres horas jamás nos habíamos visto.
No
pasaron muchos meses para saber que ese hombre tenía absolutamente todo lo que
yo había buscado. A mis 27 años de vida estaba encontrando al hombre adecuado y
al que, siempre creí, Dios destinó exactamente para mí.
Vivimos, por
aquel tiempo, unos meses maravillosos en los que casi siempre reíamos y
disfrutábamos tanto nuestra compañía que el tiempo se nos iba volando. Sin
embargo, una noche se apareció en mi casa para decirme secamente: “quiero que
tengamos un hijo, quiero casarme contigo, quiero hacer una vida contigo, pero
no quiero que salgas de noche, ni con amigas y amigos, quiero que dejes de
trabajar porque conmigo jamás te faltará nada, quiero…” “Quieres que deje de
ser yo” - respondí. - “Eres un gran hombre y probablemente exista más de una
mujer que se encuentre satisfecha con tu oferta, pero sé que la que buscas no
soy yo. No ahora, no mañana, no así. Gracias, pero no puedo aceptar”.
Cuando le
dije eso quise pensar que él recapacitaría y trataría de volver, pero eso no
pasó. Dejó mi casa esa noche, abrazándome muy fuerte. Incluso sentí que al día
siguiente volvería y me diría que se equivocó al presionarme de esa manera y
que haríamos las cosas a mi tiempo, pero a la semana sin saber de él, entendí
que no volvería a verle. No llegamos ni siquiera a terminar juntos el mes de abril.
Lloré su
partida y me culpé. En mi interior sentía que las cosas no debieron terminar
así y me entraron muchísimas dudas por la decisión que había tomado. Al final me
consolé pensando que por lo menos le había dado la oportunidad de irse a buscar
lo que tanto anhelaba y lo que yo no me sentía con la suficiente determinación
de darle. Deseaba de corazón que fuera feliz y ni siquiera pude enojarme con
él.
Con el
paso del tiempo fui haciendo mi vida. Algunos hombres llegaron y, sin pena ni
gloria, se fueron. Otros cuantos dejaron más penas que gloria, pero de él nunca
supe nada concreto. Si en todo el tiempo que pasó pude verlo por casualidad unas
seis o siete veces, fueron muchas. Sólo tres veces nos vimos de frente: una vez
coincidimos cenando en el mismo lugar, él con sus amigos y yo con los míos. En
otra ocasión coincidimos entrando a un evento, él con su entonces novia y yo con un
chico con quien comenzaba a salir. Y una vez más (la que con mayor agrado recuerdo),
lo vi arriba de su precioso caballo sobre el boulevard, en la cabalgata de
inicio de la feria de aquel año, mientras detuvo su caballo (y el desfile completo) para
saludarme. La amiga que iba ese día conmigo me dijo que le habría encantado
tener en ese momento una cámara y grabar la sonrisa que ambos
teníamos al vernos. “Ese hombre sigue perdido por ti y tú por él… ¡Vaya
desgracia que no estén juntos!”. Sonreí, y le contesté: “En mi mente y en mi
corazón, él siempre tendrá un lugar. Espero que sea tan feliz como lo vi
ahorita. Él es el hombre adecuado, pero apareció en mi vida en el momento
equivocado”.
Era
increíble como con verlo de lejos, o incluso con pensar sólo en él, mi
semblante cambiaba. No podía recordar un solo momento de los que estuvimos juntos en el que no sonriéramos, ni siquiera la noche que se despidió. Genuinamente yo
deseaba que él fuera feliz. Yo también traté de serlo, lo busqué mucho, pero en
cuestión de amor jamás se me dieron las cosas.
La última
de mis hazañas amorosas concluyó en 2014 cuando regresé de Reynosa, después
de que se hubiera derrumbado mi “castillo de naipes” (la historia la conté en ese tiempo, en una entrada en este blog del mismo nombre: "Castillo de Naipes"). Así que desde que volví a
Manzanillo me dediqué a trabajar y a divertirme, y el premio a mi esfuerzo fue
ese viaje a Grecia que estaba a punto de iniciar. Yo estaba inmensamente feliz
y orgullosa con mi logro de ir por primera vez a Europa y además tener la
posibilidad de quedarme en Bruselas, con mi otro ex novio, al que ya le había
dado el “si” el día de su cumpleaños…
Y fue
justo allí que el destino, ese que ya me había perdido como “fan” hacía varios
meses, hizo de las suyas:
Llegué el
martes 8 de septiembre por la noche a la unidad deportiva donde normalmente corro. Al llegar
a la puerta principal él estaba allí. “Mi grandote”, como siempre le dije, con
su 1.92 de estatura y su sonrisa que siempre me perdió, me miraba con cara de
sorpresa y con el mismo gusto que le recordaba cuando detuvo su caballo aquella
tarde en pleno boulevard en medio de la cabalgata, hacía bastantes años ya.
Tenía la misma sonrisa que recordaba de la primera noche que nos vimos y que me
conquistó desde el mismo instante que lo vi. Estaba exactamente igual, como si
casi seis años no fuesen nada para un físico como el suyo. “Debería haber
alguna ley que prohíba a los ex novios seguir guapos después de tantos años” –
pensé-. Pero parece que Dios no escucha los malos deseos. Aunque la pena de que
me viera en fachas (sin maquillaje y usando leggings, playera y tenis para correr) me
hizo sólo decir un “hola” y avanzar hacia la trota pista, parecía que él no estaba
dispuesto a concluir la conversación así. Apenas caminaba media vuelta y
comenzaba a calentar, cuando ya lo tenía frente a mí de nuevo. Nos volvimos a
saludar, e inevitablemente volví a sonreír como idiota sin poder controlar mi
cara de felicidad, con el único consuelo de saber que él tenía la misma cara de
idiota que yo.
Sobra
decir que ya no corrí. Platicamos durante más de dos horas hasta que la unidad
deportiva estaba cerrando. Entonces le dije que vivía cerca de allí ahora y que
me gustaría que me acompañara a casa para que supiera dónde. Me subí a su
camioneta y paramos afuera de mi casa, donde sin apagar el motor seguimos
platicando hasta que fueron las dos de la mañana. Tal parecía que éramos un par
de amigos que un día antes se habían despedido con un “nos vemos mañana”. Pero
no: habían pasado más de cinco años y medio desde que había abrazado a “mi
grandote” por última vez.
Le
actualicé de mis últimos años, le conté lo emocionada que estaba por mi viaje a
Grecia. Él me veía a la cara, sin poder dejar de sonreír, diciéndome que me seguía viendo hermosa y que los años no habían
pasado por mí. Que era tal como me recordaba, pero que ahora sonreía mucho más
y que le daba gusto que a pesar de todas las cosas feas que había vivido
siguiera con esa energía y esas ganas de comerme al mundo que siempre le
gustaron de mí. Me dijo también que se había arrepentido de haberme presionado
y me buscó algunas veces, pero ya no me encontró. Cambié de casa y de número de
teléfono, así que no había opción.
Le dije
que por más que quise nunca pude enojarme con él y que con el paso del tiempo
había sido inevitable comparar a todo aquel que se me cruzó en mi camino con
él. Le dije que en algunos momentos también yo me había arrepentido de haber
dicho que no: “El equivocado no eras tú, el equivocado era el momento”.
Teníamos sueño, pero no quería dormirme porque yo ya estaba soñando y no quería
despertar. Antes de despedirme le dije que quería darle un abrazo, así que nos
abrazamos y, como por instinto, él me besó en
los labios. Se disculpó y me dijo: “la costumbre, Chaparrita: hasta
siento que te vi apenas ayer”. Subí a mi cuarto esa madrugada con ganas de no
dormir para no olvidar…
En la
mañana desperté con un solo pensamiento: Dios me quería tanto que me había
permitido volverlo a tener frente a mí. Incluso si no volvía a verle, el simple
hecho de haberlo podido abrazar de nuevo ya era para mí un regalo maravilloso y
una bendición por si sola. Cuando mi hermana me vio esa mañana mientras bajaba
por una taza de café, sonrió al ver mi cara de tonta que seguramente conservaba
todavía, y me dijo: “Ya caíste… ¡Te perdimos!”. Me excusé diciendo que seguramente
pasarían muchos días para saber de él otra vez, e incluso podría desaparecerse
de nuevo sin dejar rastro. “Te buscará. Lo sé porque sus caras, anoche, no podían ser más obvias:
él estaba tan feliz como tú”. Con esa convicción salí de casa ese día…
Han
pasado tres meses ya de aquel encuentro. Desde aquella noche hemos salido ya
varias veces. Me fui a Grecia y volví con el grupo de líderes de Terramar (sin
parar por Bruselas, por supuesto, ya que no dudé en cancelar esa parte del viaje después de haberlo visto de nuevo). He tenido varios viajes más y algunas ausencias
largas, de esas que no le gustaban para nada en nuestra primera etapa y que siguen
sin convencerlo hoy. Hemos tenido una pelea fuerte que habría podido alejar a una
pareja por varios días o para siempre, ya que nuestros egos a veces nos juegan
malas pasadas, sobre todo cuando estamos separados. Incluso llegué a
reprocharle que fuera capaz de dejarme ir dos veces en su vida por su miedo a
equivocarse.
Seguimos día a día luchando con nuestros miedos y heridas y confieso que he tenido
momentos en los que quiero asesinarlo (¡sólo bromeo!) y en los que reniego con Dios por habérmelo
regresado sin darme el instructivo de cómo tratarlo en esta etapa, en la que a
ambos nos han crecido los defectos y a veces parece que es imposible
ponernos de acuerdo, ya que a los dos nos cuesta mucho trabajo ceder.
Pero cada
vez que me toma de la mano, cada vez que estamos juntos y me dice: “Chaparrita,
todo estará bien”, cada vez que sonríe y cada vez que pienso en él, cada vez
que me abraza y siento toda la calma y alegría en mi interior que no sentí con
nadie en todos estos años, me doy cuenta de lo afortunada y bendecida que soy
de tenerlo en mi vida de regreso.
Yo no sé
si llegó para quedarse esta vez o no, Sólo sé que algo vino a hacer de nuevo y que quizás a ambos nos faltaron cosas por aprender y por sanar, cosas que tenemos que construir juntos aún…
Me gusta
pensar que fue la respuesta a mis oraciones cuando pedí a Dios que me trajera “el
bueno” o ninguno...
Me gusta
pensar que vino a recordarme la importancia de ser paciente en el amor y que
todo sucede cuando tiene que suceder, ni antes ni después…
Me gusta
pensar que todos los años que pasamos separados, que todas las lágrimas que
derramé en este tiempo y todas las veces que dije: “ya basta de intentarlo, esto no es para mí”, han
valido la pena, pues estaban preparando mi camino para encontrarme de nuevo con
el hombre adecuado, quizás esta vez en el momento perfecto…
Me gusta
pensar que ahora sí sabremos cómo seguir juntos, que ambos aprendimos del
pasado y que lo mejor está por venir…
Y cuando
veo en él alguna sombra de duda y miedo, simplemente lo abrazo y le digo: “Tranquilo,
mi grandote, que esta vez no lo echaré a perder. Te prometo que no quedará por
mí, y que si tú sabes cómo quedarte, yo sabré cómo alojarte en mi corazón por
siempre”.
Termino esta
noche confiando en que eso del “hilo rojo” sea verdad y que si Dios permitió
que regresara a mi vida, es porque tenemos un propósito mayor. Al final, si
algo me queda claro es que la misma energía que se requiere para tener miedo es
la que se necesita para tener fe. Es lo mismo esperar lo bueno que esperar lo
malo, pues se trata de creer y confiar, y lo que piensas, creas. Yo creo y
confío hoy en que todo esto pasó para nuestro bien.
Por lo
pronto, después de que me llegó esta nueva inspiración para escribir, prometo
mantenerlos al tanto del desenlace de esta historia, no sin antes pedirles que
me deseen suerte…
Un abrazo
a todos… ¡Que Dios los bendiga!
“Al final
no se trata de encontrar a alguien que te mueva el piso, sino a alguien que te
centre; tampoco es encontrar quien robe tu corazón, sino quien te haga sentir
que lo tienes de regreso”