miércoles, 23 de mayo de 2012

"No era tiempo de ser mamá..." Por Elena Savalza


A pesar de que escribo recurrentemente por compromisos de trabajo, hacía días que no escribía para este blog. Puedo decir que tuve muchas cosas qué hacer, muchos lugares a dónde salir y muchas otras cosas por las cuáles preocuparme (y de las cuáles ocuparme). No mentiría, pero tampoco es la razón principal de la “sequía”. Todo se resume a algo que, en términos médicos, se llama “anestesia”. Sin embargo, mi anestesia no es farmacológica ni quirúrgica, es más bien emocional. Me había prohibido sentir o pensar nada relacionado a las cosas que habían sucedido recientemente y hasta hoy me permití procesar, de una forma más o menos objetiva, lo que sucedió por esos días…

Esa mañana, mientras hablaba con mi amiga Arali sobre la “última novedad”, me encaró directamente y me preguntó: “Elena ¿qué más tiene que suceder para que, de una vez por todas, esto termine?”. Se refería a la enfermiza y absurda “relación” a la cual ni la razón, el corazón, la fuerza de voluntad, la distancia, el tiempo o cualquier otro remedio conocido normalmente, podían ponerle fin (por más que la Princesa regresara a cada momento la Magia Robada).


Yo sabía que Ari tenía razón. Sabía que lo que me estaba pasando rayaba en algo que antes había criticado tanto y de lo cual, ahora yo era víctima (o quizá voluntaria): dependencia. Sí, estaba necesitando ese “algo” que me estuviera fastidiando la existencia y ese “algo” a quien fastidiársela también, para sentirme bien. ¡Es horrible estar tan consciente de tus debilidades y no sentirte capaz de darles punto final!

Pero ese día, el “algo” había decidido por enésima vez que “ya nunca más” nos volveríamos a hablar ni a contestar una llamada, mensaje ni nada que se le pareciera. ¿El argumento? La convivencia, ya fuera por mensajes, personal o vía telefónica, estaba siendo terrible y ambos lo sabíamos. Así que con un “ok” y un click terminó todo.

Tardé algunos minutos para entender que era verdad y dejar de reírme estúpidamente, por mi incapacidad de llorar o hacer algo mejor que expresara lo que estaba sintiendo. Quizá fue que ni siquiera sabía a ciencia cierta qué era lo que sentía. Se suponía que debía estar triste, enojada o angustiada porque, después de todo, mi “droga” se estaba yendo y su principal “proveedor” también. Sin embargo, por otra parte, también le rogaba a Dios que esta vez fuera definitivo y me sentía hasta aliviada por creer que pudiera ser.

Unas horas después la respuesta vendría sola: un poco de sangrado intermitente, acompañado de un dolor punzante en el bajo vientre, que se hacía más intenso conforme pasaban los minutos, hasta no dejarme estar cómoda en ninguna posición, comenzó a responder a la pregunta realizada por Arali en la mañana.

Estaba en la oficina, así que mis compañeras notaron que algo no estaba bien. Llamaron a mi jefe y cuando menos lo esperé yo iba camino al servicio de urgencias. Junto a mí, la hermana de mi jefe (Médico) preguntando mis síntomas y desde cuándo estaba sucediéndome. Al responderle con precisión todo lo que me estaba preguntando, sólo pude ver el reflejo de mi rostro en la mirada asustada de mi jefe por el retrovisor, mientras yo hacía un esfuerzo por no romper en llanto con la pregunta que me soltó: “tienes todos los síntomas de un aborto en evolución… ¿sabes si estás embarazada?”.

No supe qué decir. En mi interior hacía cuentas y trataba de recordar mis posibilidades reales de que el embarazo fuera una opción, descartándolo con todas mis fuerzas y toda mi lógica, mientras la hermana de mi jefe me decía que no me preocupara, que lo primero que debíamos asegurar era que yo estuviera bien y que después encontraría la forma de enfrentarlo. Parecía que ella estaba dando por hecho que el embarazo era real, lo cual, lejos de tranquilizarme, sólo lograba horrorizarme más.

Me parecieron eternos los minutos de espera para ser atendida. Ya había olvidado el dolor, lo único que quería era estar segura de que no había un bebé en camino. Cuando me revisó el Doctor en el hospital, me dijo exactamente lo mismo que la hermana de mi jefe, con el agravante de que mi presión arterial estaba por las nubes; síntoma nuevo en mí, ya que nunca en mi vida había sabido lo que era eso, aunque con el susto que pasé, era más que comprensible. Me ordenó pruebas varias en el laboratorio, entre ellas, una prueba de embarazo.

Lo mejor de ese momento fue que al salir me encontré en la sala de espera a mis amigos, que a pesar de estar completamente en contra de la “relación” que mantuve con el “papá potencial”, nunca me dejaron sola. Edith me abrazó y me dijo que todo estaría bien, que no me preocupara por nada y que ya veríamos qué hacer en caso de que se confirmara el resultado positivo.

Horas más tarde vi las pruebas que me realizaron y resulta que, en apariencia, estaba perfectamente sana y, por supuesto, no había bebé. Hasta el Doctor, cuando me volvió a atender, notó cuánto había cambiado mi semblante (para bien) después de la noticia de que no sería mamá esta vez.. El día no terminó allí: fui sometida a unas cuantas pruebas más para que, una semana después, me dijeran que tuve un desajuste hormonal y que todo se arreglaría con unos meses de tratamiento.



Ya pasaron bastantes días de esto y ya me pude reír lo suficiente y hacer bromas de todo tipo. También le di gracias a Dios porque entiendo que Él sabe que en este momento y en estas circunstancias, había muchos mejores lugares donde poner un bebé que en mi vientre. Sin embargo, esas 4 letras que diferencian un “POSITIVO” de un “NEGATIVO”, me pudieron haber cambiado la vida. ¿Para bien o para mal? No lo sé, pero sé que hoy la historia la estaría contando muy diferente si el resultado hubiese sido distinto.

Seguramente se me habrían venido infinidad de consecuencias que habrían impactado la continuidad de mis planes profesionales, el cambio de vida que habría tenido para incluir en mi rutina el cuidado y la crianza de un hijo y con la interacción con el que pudo haber sido su padre, sabiendo que nunca fue una relación normal y asumiendo que él no estaba en condiciones de apoyarme (sin contar que habría lastimado a más de una persona con la noticia).

Dios me dijo ese día: “esto pudo pasarte, por tu necedad y tu imprudencia”, yo respondo hoy: “ok, lo entendí”. Dos días después de esta experiencia, todavía tuve que verlo a él con otra chica, a unos pasos de distancia mía. Aunque la escena fue muy molesta y aún se me revuelve el estómago cuando lo recuerdo abrazándola y tomándola de la mano mientras me veía con burla, hoy ya puedo agradecerlo de corazón: no me tocaba porque no merecía eso, merecía muchas cosas más. Ni Magia Robada, ni momentos prestados, ni dosis de felicidad esporádica: estoy segura de que en mi futuro hay mucho más…

Y, como siempre, me queda el convencimiento de que todo lo que te sucede y todas las personas que llegan a tu vida (o las que no llegan, como el caso de “mi bebé”), vienen a enseñarte algo. No creí tener que llegar a un hospital para entenderlo, pero parece que Dios no encontró una mejor forma de mandarme el mensaje que me había negado a escuchar por meses. Sólo espero seguir adelante y no dejarme desviar por señales confusas o trampas en el camino, porque algunos argumentos ya los escuché lo suficiente.

Un bebé no puede ser menos que una bendición, pero es mejor tenerlo cuando es deseado y planeado. Admiro muchísimo a todas las madres solteras que conozco y tengo el gusto de contar entre ellas a mis hermanas y a varias amigas muy cercanas, pero yo no estaba lista ni era mi momento.

Me queda claro: no mi era tiempo para ser mamá...


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