A pesar de
que escribo recurrentemente por compromisos de trabajo, hacía días que no
escribía para este blog. Puedo decir que tuve muchas cosas qué hacer, muchos
lugares a dónde salir y muchas otras cosas por las cuáles preocuparme (y de las
cuáles ocuparme). No mentiría, pero tampoco es la razón principal de la “sequía”.
Todo se resume a algo que, en términos médicos, se llama “anestesia”. Sin
embargo, mi anestesia no es farmacológica ni quirúrgica, es más bien emocional.
Me había prohibido sentir o pensar nada relacionado a las cosas que habían
sucedido recientemente y hasta hoy me permití procesar, de una forma más o
menos objetiva, lo que sucedió por esos días…
Esa mañana,
mientras hablaba con mi amiga Arali sobre la “última novedad”, me encaró
directamente y me preguntó: “Elena ¿qué más tiene que suceder para que, de una
vez por todas, esto termine?”. Se refería a la enfermiza y absurda “relación” a
la cual ni la razón, el corazón, la fuerza de voluntad, la distancia, el tiempo
o cualquier otro remedio conocido normalmente, podían ponerle fin (por más que
la Princesa regresara a cada momento
la Magia Robada).
Yo sabía
que Ari tenía razón. Sabía que lo que me estaba pasando rayaba en algo que antes
había criticado tanto y de lo cual, ahora yo era víctima (o quizá voluntaria):
dependencia. Sí, estaba necesitando ese “algo” que me estuviera fastidiando la
existencia y ese “algo” a quien fastidiársela también, para sentirme bien. ¡Es
horrible estar tan consciente de tus debilidades y no sentirte capaz de darles
punto final!
Pero ese
día, el “algo” había decidido por enésima vez que “ya nunca más” nos
volveríamos a hablar ni a contestar una llamada, mensaje ni nada que se le
pareciera. ¿El argumento? La convivencia, ya fuera por mensajes, personal o vía
telefónica, estaba siendo terrible y ambos lo sabíamos. Así que con un “ok” y
un click terminó todo.
Tardé
algunos minutos para entender que era verdad y dejar de reírme estúpidamente,
por mi incapacidad de llorar o hacer algo mejor que expresara lo que estaba
sintiendo. Quizá fue que ni siquiera sabía a ciencia cierta qué era lo que
sentía. Se suponía que debía estar triste, enojada o angustiada porque, después
de todo, mi “droga” se estaba yendo y su principal “proveedor” también. Sin embargo, por otra parte, también le rogaba a Dios que esta vez fuera definitivo y me sentía hasta aliviada por creer que pudiera ser.
Unas horas
después la respuesta vendría sola: un poco de sangrado intermitente, acompañado
de un dolor punzante en el bajo vientre, que se hacía más intenso conforme
pasaban los minutos, hasta no dejarme estar cómoda en ninguna posición, comenzó
a responder a la pregunta realizada por Arali en la mañana.
Estaba en
la oficina, así que mis compañeras notaron que algo no estaba bien. Llamaron a
mi jefe y cuando menos lo esperé yo iba camino al servicio de urgencias. Junto
a mí, la hermana de mi jefe (Médico) preguntando mis síntomas y desde cuándo
estaba sucediéndome. Al responderle con precisión todo lo que me estaba
preguntando, sólo pude ver el reflejo de mi rostro en la mirada asustada de mi
jefe por el retrovisor, mientras yo hacía un esfuerzo por no romper en llanto
con la pregunta que me soltó: “tienes todos los síntomas de un aborto en evolución… ¿sabes si estás
embarazada?”.
No supe
qué decir. En mi interior hacía cuentas y trataba de recordar mis posibilidades
reales de que el embarazo fuera una opción, descartándolo con todas mis fuerzas
y toda mi lógica, mientras la hermana de mi jefe me decía que no me preocupara,
que lo primero que debíamos asegurar era que yo estuviera bien y que después encontraría
la forma de enfrentarlo. Parecía que ella estaba dando por hecho que el
embarazo era real, lo cual, lejos de tranquilizarme, sólo lograba horrorizarme
más.
Me
parecieron eternos los minutos de espera para ser atendida. Ya había olvidado el
dolor, lo único que quería era estar segura de que no había un bebé en camino.
Cuando me revisó el Doctor en el hospital, me dijo exactamente lo mismo que la
hermana de mi jefe, con el agravante de que mi presión arterial estaba por las
nubes; síntoma nuevo en mí, ya que nunca en mi vida había sabido lo que era
eso, aunque con el susto que pasé, era más que comprensible. Me ordenó pruebas
varias en el laboratorio, entre ellas, una prueba de embarazo.
Lo mejor
de ese momento fue que al salir me encontré en la sala de espera a mis amigos,
que a pesar de estar completamente en contra de la “relación” que mantuve con
el “papá potencial”, nunca me dejaron sola. Edith me abrazó y me dijo que todo
estaría bien, que no me preocupara por nada y que ya veríamos qué hacer en caso
de que se confirmara el resultado positivo.
Horas más
tarde vi las pruebas que me realizaron y resulta que, en apariencia, estaba
perfectamente sana y, por supuesto, no había bebé. Hasta el Doctor, cuando me
volvió a atender, notó cuánto había cambiado mi semblante (para bien) después
de la noticia de que no sería mamá esta vez.. El día no terminó allí: fui
sometida a unas cuantas pruebas más para que, una semana después, me dijeran
que tuve un desajuste hormonal y que todo se arreglaría con unos meses de
tratamiento.
Ya pasaron
bastantes días de esto y ya me pude reír lo suficiente y hacer bromas de todo
tipo. También le di gracias a Dios porque entiendo que Él sabe que en este
momento y en estas circunstancias, había muchos mejores lugares donde poner un
bebé que en mi vientre. Sin embargo, esas 4 letras que diferencian un
“POSITIVO” de un “NEGATIVO”, me pudieron haber cambiado la vida. ¿Para bien o
para mal? No lo sé, pero sé que hoy la historia la estaría contando muy
diferente si el resultado hubiese sido distinto.
Seguramente
se me habrían venido infinidad de consecuencias que habrían impactado la
continuidad de mis planes profesionales, el cambio de vida que habría tenido
para incluir en mi rutina el cuidado y la crianza de un hijo y con la
interacción con el que pudo haber sido su padre, sabiendo que nunca fue una
relación normal y asumiendo que él no estaba en condiciones de apoyarme (sin
contar que habría lastimado a más de una persona con la noticia).
Dios me
dijo ese día: “esto pudo pasarte, por tu necedad y tu imprudencia”, yo respondo
hoy: “ok, lo entendí”. Dos días después de esta experiencia, todavía tuve que
verlo a él con otra chica, a unos pasos de distancia mía. Aunque la escena fue
muy molesta y aún se me revuelve el estómago cuando lo recuerdo abrazándola y
tomándola de la mano mientras me veía con burla, hoy ya puedo agradecerlo de
corazón: no me tocaba porque no merecía eso, merecía muchas cosas más. Ni Magia Robada, ni momentos prestados, ni
dosis de felicidad esporádica: estoy segura de que en mi futuro hay mucho más…
Y, como
siempre, me queda el convencimiento de que todo lo que te sucede y todas las
personas que llegan a tu vida (o las que no llegan, como el caso de “mi bebé”),
vienen a enseñarte algo. No creí tener que llegar a un hospital para
entenderlo, pero parece que Dios no encontró una mejor forma de mandarme el
mensaje que me había negado a escuchar por meses. Sólo espero seguir adelante y
no dejarme desviar por señales confusas o trampas en el camino, porque algunos
argumentos ya los escuché lo suficiente.
Un bebé no
puede ser menos que una bendición, pero es mejor tenerlo cuando es deseado y
planeado. Admiro muchísimo a todas las madres solteras que conozco y tengo el
gusto de contar entre ellas a mis hermanas y a varias amigas muy cercanas, pero yo no estaba lista ni era mi momento.
Me queda
claro: no mi era tiempo para ser mamá...
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